Confieso que he quemado

Crónica de una quema de libros un día de difuntos por la tarde

La pira

Esto comienza con un poeta que un día de tantos gana una beca y se va del país. Y cómo dicen que los buenos bróderes se hacen buenos bolados, el poeta encargó a un amigo cercano que le resguardara sus libros. Por ahí ponelos, en un rincón de tu apartamento, le dijo un día antes de partir.

Los años pasaron, el poeta terminó la beca, y por esto o lo demás, o porque supo que estaban encarcelando escritores no volvió al país. Eso sí, de cuando en cuando llama a su amigo, a su bróder, para saludarlo. Para darse cuenta de cómo van las cosas y hablarle de ediciones, de música, de literatura y de ciertos recuerdos. Incluso, algún sábado, hasta se toman sus cervezas mientras charlan por WhatsApp.

El sábado anterior al día de difuntos, que este año cayó en martes, este poeta exiliado le dijo a su amigo a través de un audio:

—Haceme un favor: revisá las cajas y me decís que vas encontrando por ahí porque hay una persona que va a viajar, y se ha ofrecido a traerme alguno de mis libros.

Dale, le dijo el otro.

Y el amigo aprovechó la tarde libre del dos de noviembre (hay que visitar a los muertos) para desembalar las cajas de cartón. Solo que, al escindir los teipes y levantar las tapas, se llevó el madre susto pues, desde adentro de las cajas, saltaron los demonios de Pandora disfrazados de comejenes.

Dentro de la Caja de Pandora

 Los libros seguían embutidos, bien talladitos unos con otros, pero compactados en un solo amasijo. Los dorsos oscurecidos daban la impresión de haber sido chamuscados sutilmente con fuego de acetileno.

Ante las cajas de Pandora abiertas en pampas esperando a ser exorcizadas, el bróder no hizo más que plantarse de nalgas sobre el piso.

Le sobrecogía que se hubiera arruinado la mayoría de los libros. ¿Con qué le iba a salir al poeta? Pero también le fastidiaba que la tarde libre se le esfumara en el trabajo de selección, limpieza y descarte que ya veía por delante.

Luego de un rato de indecisión se levantó de un salto y apretó el ícono del auricular y mandó un audio. El mensaje fue corto, contundente.

—¿Maje? ¿Qué hago?

—Quemalos bróder—le dijo el poeta tras unos segundos de silencio—, ideay, no queda de otra.

El bróder intentó sacar las cajas al patio, pero pesaban como tenamastes. Entonces para ir aliviando el peso, fue sacando los libros de encima, que eran los menos afectados, y los fue poniendo en rimero sobre la cerámica del piso. Algunos tomos, los más grandes, a simple vista parecían en mejor estado que los demás. (Después lo veo, se dijo). Cuando alcanzó los libros del nivel más bajo de la primera caja, en el epicentro del desastre, le llamo la atención un título: «Mira si yo te querré» de Luis Leante. Y pese a que el libro se veía tostado, creyó que aún podría rescatarlo y lo cogió y lo palpó: un puñado de hojarascas podridas erizó la piel de sus brazos. ¿Qué se hicieron las páginas? ¿Y estas hojas carbonizadas? De la bonita novela, premio Alfaguara 2007, solo quedaban unos cuantos grumos que él amigo albacea del poeta imaginó rescoldos radiactivos.

Mira si yo te querré

Luego vio «Obra Completa, Poesía y Prosa» de Arthur Rimbaud, que, a simple vista solo tenía chamuscadas las orillas de las hojas, pero se alegró en balde porque al abrir el libro, las termitas reverberaban como gusanos en banquete de panza de perro muerto.

El amigo tiró el libro y reculó. El espectáculo grotesco de cientos de comejenes devorando vocales y consonantes como migajas de carne descompuesta lo estremeció.

Agarrándose el estómago fue al inodoro y escupió grueso. Dos veces escupió.

Recompuesto volvió a la zona cero y cogió un libro pequeño. Uno de un poeta con dos nombres y dos apellidos que se le deshizo entre los dedos.

Ni más ni menos había pasado como si el fuego de Sodoma hubiese rebullido dentro de las cajas.

Continuó sacando cadáveres hasta cuando constató que las cajas estaban menos pesadas y pudo arrastrarlas hacia el patio. Y ahora ahí, bajo la fronda del palo de mango rosa (la casa matriz, la granja de comejenes) desparramó más despojos: Fahrenheit 451 de Bradbury, La literatura nazi en América de Bolaño, un Virginia Wolf, La Biblia, Obras Completas de Borges, Trágame Tierra de Lizandro Chávez Alfaro, La dramática vida de Rubén Darío por Edelberto Torres, un estudio sobre la poética de Claribel Alegría y alguna que otra inutilidad monográfica.

Por un momento hizo un alto para explicarle a la vecina, que en short, camiseta y chinelas, al igual que él, desde el otro lado de la baranda le hacía preguntas obvias.

La vecina lo estuvo observando con curiosidad chismosa y luego se dio la vuelta. Él aprovechó para mirarle las piernas, pero nada más por puro reflejo, porque en ese momento lo último que podía llamarle la atención eran las hermosas extremidades de la muchacha. Luego atisbó por encima del palo de mangos tras el ramalazo de un trueno. Y se sintió peor que un rescatista desfallecido ante un edificio derrumbado. ¿Cómo era posible que le tocara tamaña responsabilidad? ¿Por qué él, y precisamente él, tenía que incinerar como Dios manda aquella tira de cadáveres? Al menos podré encargarme luego de los sobrevivientes. Se consoló.

Dejando de lado la auto conmiseración fue por una toalla amarilla de esas que venden en los semáforos y sacudió un Quijote de colección Punto de Lectura. Luego «Las Memorias de Adriano» de Yourcenar. Removió granos de un Bartleby de Melville y las motas y patas de cucaracha de entre las páginas de un impecable ejemplar de La gran bonanza de las Antillas de Calvino.

Luego se detuvo porque la foto de un niño lanzando una pedrada le atrajo: ¿Qué me quieres, amor? de Manuel Rivas lucía impecable. Le sacudió el polvo, lo abrió y buscó el cuento La lengua de las mariposas y lo leyó de un tirón, pero se arrepintió de haberlo hecho porque el final lo puso más triste de lo que estaba. Vamos, apurate. Se dijo. Había que continuar. La lluvia parecía inminente.

La lengua de las mariposas

Y así fue dándole y dándole. Y mientras limpiaba, sacudía, apartaba y tiraba ejemplares sobre el montículo cada vez creciente, no dejaba de leer líneas, párrafos, páginas enteras que se habían salvado.

Entonces lo vio.

Muchos de los libros que iba a incinerar, él mismo los había soslayado: dejado para después, para mañana o para la próxima semana o para el otro mes. O quizás hasta para el otro año. Pero ahora entendía bien que ese después ya no iba a ser. La oportunidad, empaquetada en cajas de cartón, se había consumido.

Terminada la selección y limpieza dejó caer el chorro generoso de gas kerosene sobra el montículo, y lanzó el fósforo encendido.

Con un palo seco estuvo atizando el fuego mientras tomaba fotografías y le enviaba un vídeo al poeta, quien desde su exilio veía el ritual fúnebre.

Cuando empezó a caer la lluvia y todo se hubo consumado, guardó a los supervivientes en dos valijas plásticas y se dio una ducha. Luego se vistió, abrió el único libro que había escrito su amigo exiliado, y fue leyendo las primeras páginas sin quitarse de la mente que había sido una gran suerte que el ejemplar, con dedicatoria y todo, se hubiera salvado. «Por poco y no lo leo».

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