Transcurren los primeros años de la década de los sesenta. Marianella tiene once y es dos años menor que su hermano Sergio. Ella es insurrecta. Siempre se rebela ante lo que cree indebido o injusto. Su hermano en cambio es reflexivo, a veces hasta irresoluto.
Un día de tantos el padre los reúne y les dice que se irán a vivir en un lugar exótico y apasionante: ¡a la China!
Pero el padre se cuida de hacerlo como quién no quiere la cosa. Por eso les asegura que él no va a forzar a nadie. Que allá ellos si desaprovechan semejante aventura. «Será como darle la vuelta al mundo», los provoca. Al final todos, incluida la madre, Luz Elena, aceptan encantados.
Y se van a China. Y ellos, los niños, ignoran que además de aprender una lengua extraña, podrían convertirse en dos muyahidines de izquierda.
Sergio y Marianella Cabrera Cárdenas son personajes de novela con vidas de novela, sin embargo, son gente real: de carne, de hueso y de sentidos.
El padre, Fausto Cabrera, un exiliado español que llegó a Colombia años después de la guerra civil española y que formó familia con Luz Elena Cárdenas, es un idealista convencido de que tiene una misión inevitable en su vida: liberar al mundo. Al menos el que está a su alcance.
Actor y director de teatro formado con las teorías del método Stanislavski, Fausto Cabrera declama a Lorcacomo nadie y dirige obras de teatro. Y es uno de los pioneros de las producciones de televisión en Colombia. Pero también carga en la médula el dolor y el resentimiento del destierro. En medio de sinsabores laborales y económicos Fausto acepta el ofrecimiento de un tal Mario Arancibia, para ir a dar clases de español en el Instituto de Lenguas Extranjeras de Pekín. Según le dice Arancibia, tendrá facilidades para emigrar y buen salario.
Al llegar el choque es brutal. En Pekín vivirán en un hotel porque el gobierno chino no permite a los extranjeros rentar casa. El hotel se llama «de la Amistad» y es exclusivo para occidentales. Cuando a Sergio y Marianella les toca asistir a clases, descubren una vida doble: «el infierno en la escuela y el cielo en el hotel».
Afuera el mundo es hostil, hay hambruna. Por tanto, los hermanos deben sufrir las mismas privaciones que el resto de la población. Y a la vez son objeto de burlas por ser distintos. A los niños chinos se les ha enseñado que los occidentales son el enemigo. Gente con «ojos de sapo». Sin embargo, los muchachos consiguen integrarse. Marianella lo hace pronto: dominando los ideogramas y sonidos del idioma. Sergio en tanto, va a la saga.
Pasado tres años Fausto y Luz Elena deciden volver a Colombia para sumarse a la guerrilla maoísta. Eso sí, Sergio y su hermana deben quedarse en China. Solos. Apenas sobreviviendo con exiguas subvenciones. ¡¿Cómo así?! ¡Si apenas son dos muchachos de dieciséis y catorce años! ¿Es normal dejarlos a su suerte en un país autoritario? Sí pero no. No hay alternativa. Deben hacerlo por un asunto de conciencia revolucionaria. Además, «es un privilegio quedarse», sentencia Fausto a los dos jóvenes.
Una vez han quedado solos, los dos muchachos se educan y entrenan como miembros de la guardia roja. Ven de largo a Mao. Se creen felices.
Cuando sus padres piensan que ya están listos militar e ideológicamente, otra vez deciden por ellos: es tiempo de volver a Colombia e integrarse a la lucha, a la guerrilla.
En medio de la selva colombiana y sufriendo las peripecias y amarguras de un ir y venir interminable, Sergio y su hermana vacilan entre el sacrificio y la contrariedad. Entre la imperfección y el desencanto.
Para Sergio el desengaño no es total, aunque sí lo desgasta. Tras ciertas circunstancias favorables abandona la guerrilla y vuelve a China. Ha decidido estudiar cine. Luego, cuando vuelve al mundo occidental, se dedica a realizar películas.
Marianella por su parte se recupera de un balazo traicionero, y continúa su vida. Pero antes, ha tenido que esquivar una tácita condena a muerte dictada por sus mismos compañeros de lucha.
Escritor Juan Gabriel Vásquez Cortesia EFE
«Volver la vista atrás» (Alfaguara, 2021) del escritor colombiano Juan GabrielVásquez, es la obra ganadora de la Bienal Vargas Llosadel año dos mil veintiuno. Y a propósito de vacunas, bien podría considerarse la tercera dosis de un esquema de inmunización contra el fanatismo. Siendo las dos primeras «Rebelión en la Granja» y «1984», ambas de George Orwell.
A «Volver la vista atrás» de lejos se le avistan las cúpulas de catedral literaria; una catedral de casi quinientas páginas de finura narrativa en las que uno corre el riesgo de quedarse a deleite bajo sus arcos. Gran merecimiento para Juan Gabriel Vásquez, acaso el narrador colombiano más ducho de los últimos años.
Tras un oportuno epígrafe del novelista For Madox Ford, el autor se hace visible sin rodeos. Sin embargo, toma distancia con una reveladora frase: «Según me lo contó él mismo…». Y aunque la expresión es circunstancial, de cierta manera advierte al lector que su papel será el de un mero cronista. Un escriba que nunca tomará bando por nada ni nadie.
La historia empieza con el cineasta Sergio Cabrera de paso por Lisboa visitando a su mujer e hija, de quiénes lleva un tiempo separado.
Según el plan, de Lisboa saldrá hacia Barcelona para participar en una muestra retrospectiva de sus películas. Pero es en la capital portuguesa un lunes dieciséis de octubre del 2016, y cuando ya han transcurrido tres días de buen acercamiento familiar, donde recibe la noticia de la muerte de su padre. Y ante el dilema de si volver a Colombia al sepelio de su padre o seguir con el compromiso de Barcelona, al final se queda. Así elige lo todavía posible: continuar el acercamiento a las suyas, y a la vez rencontrase con Raúl, su hijo adolescente en vez de volver atrás: a Colombia. A sepultar al padre.
Juan Gabriel Vásquez ha dicho que esta novela le tomó siete años de conversaciones, investigación y trabajo de campo, antes de plantarse a redactar sin freno durante nueve meses de pandemia.
Tras la lectura provoca hincar, ¿es de compadecer a esos niños que fueron Sergio y Marianella? O acaso… ¿juzgar a Fausto y a su mujer Luz Elena por tanta vesania? Bueno, léala usted y haga lo propio.
Crónica de una quema de libros un día de difuntos por la tarde
La pira
Esto comienza con un poeta que un día de tantos gana una beca y se va del país. Y cómo dicen que los buenos bróderes se hacen buenos bolados, el poeta encargó a un amigo cercano que le resguardara sus libros. Por ahí ponelos, en un rincón de tu apartamento, le dijo un día antes de partir.
Los años pasaron, el poeta terminó la beca, y por esto o lo demás, o porque supo que estaban encarcelando escritores no volvió al país. Eso sí, de cuando en cuando llama a su amigo, a su bróder, para saludarlo. Para darse cuenta de cómo van las cosas y hablarle de ediciones, de música, de literatura y de ciertos recuerdos. Incluso, algún sábado, hasta se toman sus cervezas mientras charlan por WhatsApp.
El sábado anterior al día de difuntos, que este año cayó en martes, este poeta exiliado le dijo a su amigo a través de un audio:
—Haceme un favor: revisá las cajas y me decís que vas encontrando por ahí porque hay una persona que va a viajar, y se ha ofrecido a traerme alguno de mis libros.
Dale, le dijo el otro.
Y el amigo aprovechó la tarde libre del dos de noviembre (hay que visitar a los muertos) para desembalar las cajas de cartón. Solo que, al escindir los teipes y levantar las tapas, se llevó el madre susto pues, desde adentro de las cajas, saltaron los demonios de Pandora disfrazados de comejenes.
Dentro de la Caja de Pandora
Los libros seguían embutidos, bien talladitos unos con otros, pero compactados en un solo amasijo. Los dorsos oscurecidos daban la impresión de haber sido chamuscados sutilmente con fuego de acetileno.
Ante las cajas de Pandora abiertas en pampas esperando a ser exorcizadas, el bróder no hizo más que plantarse de nalgas sobre el piso.
Le sobrecogía que se hubiera arruinado la mayoría de los libros. ¿Con qué le iba a salir al poeta? Pero también le fastidiaba que la tarde libre se le esfumara en el trabajo de selección, limpieza y descarte que ya veía por delante.
Luego de un rato de indecisión se levantó de un salto y apretó el ícono del auricular y mandó un audio. El mensaje fue corto, contundente.
—¿Maje? ¿Qué hago?
—Quemalos bróder—le dijo el poeta tras unos segundos de silencio—, ideay, no queda de otra.
El bróder intentó sacar las cajas al patio, pero pesaban como tenamastes. Entonces para ir aliviando el peso, fue sacando los libros de encima, que eran los menos afectados, y los fue poniendo en rimero sobre la cerámica del piso. Algunos tomos, los más grandes, a simple vista parecían en mejor estado que los demás. (Después lo veo, se dijo). Cuando alcanzó los libros del nivel más bajo de la primera caja, en el epicentro del desastre, le llamo la atención un título: «Mira si yo te querré» de Luis Leante. Y pese a que el libro se veía tostado, creyó que aún podría rescatarlo y lo cogió y lo palpó: un puñado de hojarascas podridas erizó la piel de sus brazos. ¿Qué se hicieron las páginas? ¿Y estas hojas carbonizadas? De la bonita novela, premio Alfaguara 2007, solo quedaban unos cuantos grumos que él amigo albacea del poeta imaginó rescoldos radiactivos.
Mira si yo te querré
Luego vio «Obra Completa, Poesía y Prosa» de Arthur Rimbaud, que, a simple vista solo tenía chamuscadas las orillas de las hojas, pero se alegró en balde porque al abrir el libro, las termitas reverberaban como gusanos en banquete de panza de perro muerto.
El amigo tiró el libro y reculó. El espectáculo grotesco de cientos de comejenes devorando vocales y consonantes como migajas de carne descompuesta lo estremeció.
Agarrándose el estómago fue al inodoro y escupió grueso. Dos veces escupió.
Recompuesto volvió a la zona cero y cogió un libro pequeño. Uno de un poeta con dos nombres y dos apellidos que se le deshizo entre los dedos.
Ni más ni menos había pasado como si el fuego de Sodoma hubiese rebullido dentro de las cajas.
Por un momento hizo un alto para explicarle a la vecina, que en short, camiseta y chinelas, al igual que él, desde el otro lado de la baranda le hacía preguntas obvias.
La vecina lo estuvo observando con curiosidad chismosa y luego se dio la vuelta. Él aprovechó para mirarle las piernas, pero nada más por puro reflejo, porque en ese momento lo último que podía llamarle la atención eran las hermosas extremidades de la muchacha. Luego atisbó por encima del palo de mangos tras el ramalazo de un trueno. Y se sintió peor que un rescatista desfallecido ante un edificio derrumbado. ¿Cómo era posible que le tocara tamaña responsabilidad? ¿Por qué él, y precisamente él, tenía que incinerar como Dios manda aquella tira de cadáveres? Al menos podré encargarme luego de los sobrevivientes. Se consoló.
Dejando de lado la auto conmiseración fue por una toalla amarilla de esas que venden en los semáforos y sacudió un Quijote de colección Punto de Lectura. Luego «Las Memorias de Adriano» de Yourcenar. Removió granos de un Bartleby de Melville y las motas y patas de cucaracha de entre las páginas de un impecable ejemplar deLa gran bonanza de las Antillas de Calvino.
Luego se detuvo porque la foto de un niño lanzando una pedrada le atrajo: ¿Qué me quieres, amor?de Manuel Rivas lucía impecable. Le sacudió el polvo, lo abrió y buscó el cuento La lengua de las mariposas y lo leyó de un tirón, pero se arrepintió de haberlo hecho porque el final lo puso más triste de lo que estaba. Vamos, apurate. Se dijo. Había que continuar. La lluvia parecía inminente.
La lengua de las mariposas
Y así fue dándole y dándole. Y mientras limpiaba, sacudía, apartaba y tiraba ejemplares sobre el montículo cada vez creciente, no dejaba de leer líneas, párrafos, páginas enteras que se habían salvado.
Entonces lo vio.
Muchos de los libros que iba a incinerar, él mismo los había soslayado: dejado para después, para mañana o para la próxima semana o para el otro mes. O quizás hasta para el otro año. Pero ahora entendía bien que ese después ya no iba a ser. La oportunidad, empaquetada en cajas de cartón, se había consumido.
Terminada la selección y limpieza dejó caer el chorro generoso de gas kerosene sobra el montículo, y lanzó el fósforo encendido.
Con un palo seco estuvo atizando el fuego mientras tomaba fotografías y le enviaba un vídeo al poeta, quien desde su exilio veía el ritual fúnebre.
Cuando empezó a caer la lluvia y todo se hubo consumado, guardó a los supervivientes en dos valijas plásticas y se dio una ducha. Luego se vistió, abrió el único libro que había escrito su amigo exiliado, y fue leyendo las primeras páginas sin quitarse de la mente que había sido una gran suerte que el ejemplar, con dedicatoria y todo, se hubiera salvado. «Por poco y no lo leo».
A propósito de un libro de Edgard Rodríguez Centeno
Pedro Selva /Cortesía La Prensa
En domingo mi abuelo me llevó al estadio Santa Julia a conocer a Pedro Selva. Yo nunca antes había visto un partido de beisbol de primera división, por tanto, ese día lo tengo subrayado.
El recuerdo es diáfano. Nada de entrar por la puerta principal del estadio, ahí donde iban pasando los que “tenían” más reales. Para nosotros fue rodear el viejo maderamen del palco, abrirnos paso por entre el tumulto de gente sudorosa, y ahí quedarnos todo el doble juego. Arrimaditos. Apretujados contra la malla de la línea de primera base, en “localidad de sol”, la más barata. Donde caía el solazo, pero no importaba: la panorámica era buena y podíamos ver a los jugadores de cerquita.
En esa época el beisbol atiborraba mi universo de chavalo: la casa, el barrio, la calle, la escuela. Un espacio-tiempo de fantasías y ensoñaciones a ojo abierto. Y de perreras con bola de plástico.
Mi abuelo, un campesino curtido por el trabajo en la huerta, tenía por única diversión escuchar en su radio chiquito, los partidos de la liga Roberto Clemente, y todos los programas deportivos posibles. Y yo siempre pegado a sus pantalones, viéndolo hacia arriba.
Sucre, El Porteño, Proveedor, Araquistaín Wheelock, Rondón, Evelio. Altas voces, elegantes y ubicuas contando las proezas de individuos con nombres que sonaban a mito, pero también a humildad. Pomposos sustantivos de pueblo y tierra adentro: Calixto, Jarquín, Vicente, Herradora, Porfirio, Valeriano, Selva, Apolinar. Patronímicos recios y viriles que yo confundía con los personajes de mi libro de texto Cultura y Espíritu: Teseo y el Minotauro; Jasón, los Argonautas y el Vellocino de oro; Roldán y los Doce Pares de Francia; Ramsés y su imperio; Heródoto y sus viajes. De tal modo que, entre libro y beisbol, mi mente se encolochaba con jugadas de peloteros y aventuras de semidioses.
Y luego fue tiempo de guerras, murió mi abuelo y la vida se hizo distinta.
Retazos de una belle époqueen la que bastaba un triunfo del equipo predilecto o de la selección nacional para ser feliz. Unos años en que nada parecía más importante que ganarle a Cuba. Una belle époque en que la televisión no hacía falta. La locución precisa de cada strike, cada bola, cada lanzamiento, cada batazo, era suficiente.
Qué ganas de desembuchar la tontería esa de que antes todo fue más bonito, mejor. Pero no. Me aguanto. Me aguanto porque ese tiempo en que tuvimos el beisbol como única distracción quizá fue el mejor por la inocencia y la alegría, pero también el peor porque pronto se nos jodió todo. Qué elegante sería que nuestras desavenencias fueran nada más por asuntos de deporte. Ahorraríamos sangre y llanto.
Pero volvamos a Edgard Rodríguez Centeno, quien más que cronista deportivo, es el escritor pudoroso que con calma y cuidado va más allá de la crónica escueta; y que para ganancia de sus lectores, simplemente narra sin aspavientos ni presunciones. En cada perfil, hay curiosidades, datos, noticias, anécdotas divertidas. Lectura amena. Pero aparte de su prosa limpia, el mayor mérito de este libro tal vez sea punzar, espolear la memoria. Y eso, cuando los años se va amontonando sin compasión, se estima sin remedio.
Para efectos prácticos de los amantes del juego, este libro es una ineludible herramienta de consulta, pues Edgard, fiel a su oficio periodístico, acude a las estadísticas en todo momento. Sin embargo, para otros, este trabajo quizá sea un pincho a la nostalgia.
Para terminar, me voy a permitir la licencia absurda de figurarme a Edgard en plena soledad de pandemia, escribiendo Zona de Strikes, el beisbol de ayer en pantalón chingo, el mismo de los años pueriles de su Condega de arcilla.
Cuando escuchó por primera vez Un vestido y un amor caminaban a paso moderado y en total silencio. Los dos vista al frente, ignorándose. Como si lo transcendental de la caminata solo fuera evitar chocar con algún despistado.
Se habían citado en la cafetería de siempre y les fue mal. Qué desperdicio. Una oportunidad reducida al tiempo que tardaron en tomarse los cafés. Cuando él se atrevió a tocar el asunto, ella se fastidió: «Mejor dejémoslo estar, vos. Ya es tarde. Y me va a dejar el bus». El bollo de elote, el habitual, el de costumbre, quedó intacto.
Y avanzando en silencio llegaron al portal desde donde salía una voz de contralto acaballada sobre los acordes de un piano destemplado, un piano que a él le pareció un viejo Steinway:
Te vi, juntabas margaritas del mantel. . .
Él no lo supo entonces, pero aquella melodía iba a quedar incrustada en el software de su memoria con impunidad troyana, esperando el momento oportuno para hackearlo, para joderlo.
Y los años pasaron y pasaron hasta que una noche escuchó las estrofas en el canal HBO en la voz sostenida de un Caetano Veloso en sepia. Un Caetano con coleta y orquesta de cuerdas. Por supuesto que se acordó de ella. De aquella mujer que le hizo pedir el bollo de elote solamente para dejarlo entero. Cómo no acordarse. Claro que la imaginó. Sin embargo, pasado una saudade repentina, solo quedó en su cabeza dándole y dándole vueltas la hermosa melodía.
Lo relatado hasta aquí es parte de la historia de amor de un hombre con una canción. Una canción archi famosa y no por eso menos apreciable.
Ese hombre, que podría ser yo mismo pero que en realidad fue un amigo muy querido, con los años se mudó a un pueblo remoto en donde poco se sabía del mundo más allá de las montañas que lo circundaban. Eran los noventa y aunque recién habían instalado la televisión por cable, aún no existía internet y menos Wikipedia. Así que debió tragarse la curiosidad por saber los pormenores: compositor, versiones, tonalidad y otros datos como el año de publicación de álbum. Esas cosas que solo interesan a los melómanos maniáticos.
Luego una vez se hizo la internet supo que la había escrito Fito Páez, y que se había publicado en el álbum El amor después del amoren el año de 1992. Y ahí mismo, en el ciber en donde averiguaba el pedigrí del tema, en Wikipedia por supuesto, le pidió al chavalo encargado que le descargara la versión de Caetano para escucharla en su teléfono Sonny Ericson. Y también la de Fito, pero esa en vivo, le dijo.
Un vestido y un amor, según el propio Páez, nació de un tirón después de una noche de farra junto a Charly García. Una ocasión terrible en que su novia Cecilia Roth al verlo llegar desbaratado le dijo: «Mirá, en este momento te retirás de mi vida y de mi casa».
Cuenta Fito en un vídeo de YouTube que estando él a punto de dar la media vuelta, su novia cometió el error de meterse al baño y tardar más de una hora. Tiempo suficiente para que el músico, aun con la tremenda juma encima, inventara la semejante música y letra.
Cuando Cecilia por fin salió del baño, él le propuso una tregua:
«Mirá, escuchá, te hice esta canción, si te gusta me quedo».
Y se quedó por diez años más.
Un vestido y un amor habla del tiempo en que Fito Páez conoció a la actriz; de cuando ella se exhibía con un vestido hermoso y un amor, pues aún estaba casada; y de los encabes como ese de perdérsele toda una noche en bacanal. Aunque en la canción le aclara que si se le pierde, pues es por. . . solo un rato no más.
A nosotros nos resta ir por una cerveza y escuchar a Fito. Salud pues.
Dos hombres jóvenes lloran y se confortan el uno al otro. El abrazo es fuerte pero tierno a la vez. Alrededor de ellos hay un séquito de familiares, amigos y algún policía o guardaespaldas. Hay cámaras y periodistas también.
El sitio es una sacristía. Un tabernáculo. Es la Basílica de San Sebastián en Diriamba, Nicaragua y los protagonistas son los hermanos Luis Enrique y Francisco (Matún) Mejía López. La secuencia es un fragmento de una crónica audiovisual emitida por una cadena hispana de los Estados Unidos, con motivo del retorno del músico Luis Enrique Mejía López a su natal Nicaragua. Hecho ocurrido allá lejos a inicios de la década de los noventa. Es una escena extraña y surrealista que recuerdo mientras leo Autobiografía, el libro de memorias de Luis Enrique, el cantante de salsa. (HarperCollins Español, 2017).
Despuntaban los veinte de mi generación entre finales de los ochenta y comienzos de los noventa y recién librados de la aventura obligada del Servicio Militar por la guerra civil de turno, pues había que aferrarse a ciertos referentes.
Para nosotros, músicos bisoños de entonces, Luis Enrique era el modelo ideal porque además de cantante reconocido e instrumentista virtuoso era de los nuestros, pinolero, nicaragüense (la condición más importante para nuestro chauvinismo necio).
Desde entonces unos han cambiado el beis por el fútbol. Otros el idealismo por la corruptela. Unos han dejado de fumar y cambiado de nacionalidad. Otros siguen enamorados de “elegidos” y “unicornios” y algunos, los menos, se han olvidado de casi todo. Por mi parte, además de abjurar del béisbol, el cigarrillo y el romanticismo trova entre otras cosas, pues también dejé de un lado la salsa como banda sonora. No creo que, a estas alturas, me atreva a comprar y escuchar todo un disco con 10 canciones de pura salsa. (¿Se hacen discos completos todavía?) Pero pese a las transmutaciones que nos va imponiendo el tiempo, se salva el respeto por ciertos modelos artísticos de nuestros años jóvenes.
Luis Enrique Mejía López (Somoto, Madriz, 1962), es acaso el mejor intérprete de música popular del país (considerando su virtuosismo como percusionista e instrumentista diverso), pero en su historia, además de éxito y fama, hay abuso infantil, destierro y abandono parental.
Al inicio la narrativa de Luis Enrique nos lleva por un mundo generoso, uno de cosas buenas, de olores, sabores y reminiscencias entrañables. Es el Somoto de los sentires. Es el mundo de los abuelos, de los tíos músicos y de la ingenuidad. Pero ese universo se vaporiza tras el divorcio de sus padres que es cuando aquellos dos niños son puestos bajo la tutela del tío abuelo cura. Un viejo venido desde el medioevo. Un tirano bastante avezado en infligir castigo, humillaciones, y dolor físico y emocional. Sin embargo, esos días de Diriamba apenas serían el punto inicial de una vida azarosa.
Veintitantos años después se atisban las claves. Las causales ocultas tras el llanto de los hermanos Mejía López en la iglesia de aquel vídeo. Entonces la escena del baptisterio toma sentido.
A través del lloro de los hermanos se drenaba un sufrimiento postergado de dos niños de apenas nueve y siete años. Un sufrimiento que afloró apenas esos mismos niños, ya hombres, traspasaron el umbral de la basílica de San Sebastián.
Sin sutilezas Luis Enrique escribe sobre su búsqueda menos fructífera: la de su madre. De su viaje hacia la ilegalidad; de sus soledades, miserias y pobrezas. De la intemperie. Del abandono. Desde la atalaya de la madurez, no tiene reparos en ir desde el Somoto sereno de su niñez hasta la zozobra del inmigrante en la ciudad enorme. Sin dejar de lado el desgastante ir y venir tras las huellas de esa su madre inasequible.
Luis Enrique Mejía fue el más talentoso de los discípulos del maestro Wesley en la High School de La Serna; luego fue ganador del Grammy gringo y de tantos premios más. Pero en sus memorias, es sólo un tipo cualquiera que se desnuda sin ambages. Que exhibe la materia prima emocional a partir de la cual se formó el mismo como intérprete. Como buen autor. Cómo el músico de sesión destacado.
Son sus demonios y querubines desfilando por igual, con nada de pudor. Son sus claroscuros más íntimos en vitrina.
Leyendo Autobiografía de Luis Enrique me viene a mente una buena novela del escritor mexicano Julián Herbert: Canción de Tumba (Literatura Random House, 2011). Al igual que el protagonista-narrador de la novela de Herbert, Luis Enrique desvela sus secretos más amargos, aquellos que tienen que ver con su ascendencia vital, aquellos de los que en teoría no se puede blasfemar, al menos en público. Y por supuesto que Luis Enrique no lo hace. En verdad no reniega. No impreca los deslices y omisiones maternales. Solamente con responsabilidad fría, lo desvela todo en un notorio afán de contrición. De desahogo.
El libro está bastante bien escrito. La edición es cuidada. Tanto como para admitir que Luis Enrique Mejía López, el salsero, ha comenzado con responsabilidad y respeto otro oficio, el de escritor.
Sí, de haber comprendido que aquél era el momento más feliz de mi vida, nunca lo habría dejado escapar.
Orhan Pamuk
Lo llamaré Cayetano.
Y ya cuando dejó de llover y se iba le dije:
—Dale bróder. Me da gusto que estés bien.
A Cayetano me lo encontré en la cafetería del supermercado esperando a que pasara la lluvia. Pese a que hacía muchos años que no nos veíamos, la conversación fue rápida. Pero lo necesariamente útil como para saber que mi antiguo amigo de la infancia y yo, apenas compartimos algunas ideas y conceptos. En lo demás somos antagónicos. Casi enemigos.
Todo el rato habló y habló con mucha queja. Y yo no tuve más remedio que escucharlo y afirmar una y otra vez:
—Ajá. . . Sí. . .Tenés razón. OK.
Así, cuando vi que sólo él quería hablar dejé de ponerle mente y comencé a hilvanar la idea de que nuestra generación podría dividirse en dos estereotipos. Dos bandos con maneras distintas de gestionar los recuerdos: los formales y los triviales.
Los primeros ubican sus recuerdos por su cercanía a guerras y cruzadas santas. En ese bando está mi amigo. Los otros, seríamos nosotros los vagos. Los superficiales. Esos que hemos demarcado la línea del tiempo de nuestra existencia con señas emocionales.
Por ejemplo, me acuerdo exactamente la canción que sonaba en la radio al momento en que interrumpieron programación para informar que habían matado a Somoza en Paraguay.
Del vendaval que estuvo cayendo mientras devoré “Cien años de soledad”. De mis pies lacerados y enfermos mientras veía por televisión la primera visita del Papa Wojtyla.
Del palo de mandarinas bajó el cual mi padre me dio a leer “Rebelión en la granja” el libro de George Orwell fundamental para mi sobrevivencia en tiempos de servicio militar; y para aprender a dudar de ideas y hombres de un solo rumbo.
A los días del encuentro con Cayetano vi en facebook una fotografía curiosa. Una instantánea donde Camilo Sesto, José José, Rocío Durcal y Juan Gabriel posan relajados. Una imagen demasiado sugerente, dolorosa quizá. Y pensé: los artistas contemporáneos a mis padres se están extinguiendo.
A mi padre le gustaban los Bee Gees, ABBA y Juice Newton. Y también Julio Iglesias. A mi madre le gustaba Leo Dan y creo que también Los Iracundos. Una de las canciones preferida de mi padre era «Angel Of The Mornig». Y cada vez que esa canción de Juice Newton sonaba en la radio mi padre subía el volumen del gran aparato Phillips. Un radio antiguo de tubos al vacío y color caoba.
En ese entonces me resultaba curioso
que mi padre, un músico humilde y que no sabía ni pizca de inglés apreciara la
música en ese idioma. Lo entendí mejor cuando una ocasión él mismo me dijo: “a
la buena música con la melodía le basta”.
Recuerdo especialmente un domingo:
—Andá haceme un mandado —me dijo mi padre—. Andate a la discoteca y me comprás un disco: “Angel of The Morning”.
Juice Newton
Fui por el sencillo, es decir un disco
de 45 revoluciones por minuto, con dos canciones. La cara A con la canción que
le gustaba a mi padre; y en la cara B la canción de relleno.
Sin embargo, al llegar a la tienda, el
disco con la canción que mi padre quería ya no estaba. Se había agotado.
Entonces me tomé una pequeña licencia. Un atrevimiento.
Sin medir las consecuencias pedí a la dependienta que me empacara otro disco. Disco Deewane, de la cantante paquistaní (ahora lo sé) Nazia Hassan. Por alguna razón esa era una de mis canciones favoritas a esos diez u once años míos.
Nazia Hassan
Queda para la historia, mí historia, el
enojo de mi padre ese domingo.
En aquellos años, además de las radioemisoras, el otro medio para escuchar música era el aparato de sonido: fuera este un tocadiscos o tornamesa o consola o, más tarde en el tiempo, la grabadora de casetes. Sucedía entonces que todos, grandes y pequeños, teníamos a fuerza que escuchar la misma música, las mismas canciones. Y sobre todo porque las emisoras, casi totalmente, sonaban el mismo hit parade.
Entrañables el carraspeo de la aguja
sobre los vinilos; la dureza táctil de los forros de cartón en que venían
empacados los discos LP; la suavidad de las fundas de papel en que se guardaban
los discos sencillos de 45 RPM; y el olor de los tubos al vacío del radio receptor
una vez calientes.
Mi generación debió escuchar sí o sí a Camilo, a José José, Raphael, José Luis Perales, Los Iracundos, Rocío Durcal, Juan Gabriel; a Mocedades, Nicola Di Bari, Juan Bau, Nino Bravo y todo el rollo de cantantes españoles y latinoamericanos. Además de la parafernalia de canciones anglosajonas y europeas que iban del rock, el pop y la denominada música disco. De tal modo que a fuerza de repetición llegamos a memorizar versos cursis pero que en aquellos años viejos sonaban a romance, a amor, a ambrosía total. Líricas que nos invitaban a imaginar desinfecto e inodoro los enchufes del amor de pareja.
Ahora que los años han comenzado a escurrirse sin control, aquellas viejas melodías enzarzadas entre arreglos orquestales ampulosos siguen siendo parte del paisaje sonoro radiofónico porque parece que el pasado nunca se fue. Y menos ahora —en tiempo de parlantes móviles vía bluetooth— que se reproducen las playlist de Spotify y YouTube casi que en el mismo orden de la foto de Camilo, José, Rocío y Juan.
Estas playlist personales no son “homenajes” comerciales descarados. Son solo sinceras deferencias de gente de colonia, gente de barrio. Personas con nostalgia, con más o menos resignación ante el inminente paso del tiempo. Parejas de abuelos, de padres, de seres humanos que rinden homenaje a sus trovadores. A esos sus artistas que legaron una banda sonora existencial que gracias a la tecnología es imperecedera y ubicua.
Me satisface hacerme al lado de la trivialidad. Del lado de la gente de la edad de mis padres, de esa gente vieja que aún sufre la inquina de lo formal, de lo maldito.
Todas esas canciones «del recuerdo» continuarán ahí pululando hasta quién sabe cuándo. Quizás hasta cuando seamos capaces de desechar la ilusión, el acomodo. El lugar común ese que habla de la felicidad como cualidad de tiempos idos. La quimera que nos hace afirmar lo felices que fuimos cuando no nos enterábamos de nada.
¿Y Cayetano? Sí. Cayetano se fue en cuanto terminó de llover. No sin antes tratar de decirme que yo solo de pajas hablaba.
1 El último vuelo de La Nica, la línea aérea del dictador Anastasio Somoza Debayle, despega sin problemas. Ahí, con Carmen Marina, su hija de nueve años sobre las piernas, pegado a la ventanilla y con los ojos encharcados, va el compositor Adán Torres, presintiendo que ésta será la última vez que podrá ver la cornisa oriental del Xolotlán. El desdichado lago que en forma de ocho se exhibe extrañamente limpio, pero desolado.
A un lado Marina Moncada, su mujer, con el cutis barnizado por las lágrimas resecas y acurrucando a María Verónica, su otra hija de ocho años, percibe la tristeza de Adán, y desatendiendo la propia, lo consuela: “vamos a volver, vamos a volver algún día”.
Horas antes, en el aeropuerto Las Mercedes de Managua, la pareja creyó que sería imposible salir del infierno en que se había convertido aquel país inevitable.
2
Es la tarde del diecisiete de julio de mil novecientos setenta y nueve: un día aciago y claroscuro para unos; alegre y luminoso para otros.
La aeronave va repleta de niños, ancianos y mujeres y hombres abatidos. Han sido desplazadas las butacas de la parte final del avión para acomodar a cinco oficiales heridos de la Guardia Nacional de Somoza, que se quejan insonoros; solamente arrugan los rostros mientras soban los vendajes supurantes y llaman sin parar a las azafatas que hacen de enfermeras. Uno de ellos es conocido de Adán desde los tiempos de estudios en el Colegio Bautista.
“La escena era dantesca”, diría su esposa Marina décadas después.
Algunos pasajeros ríen nerviosos, quizás celebrando una segunda oportunidad. Parece un arca donde los ejemplares que perpetuarán la especie tras la hecatombe son salvaguardados.
Adán baja la persiana plástica. Se desinteresa de la panorámica y rememora la persistencia de su mama Carmen; el privilegio de poder decir tengo dos padres; la imagen de un venadito balaceado que desde los quince años le indujo el amor por la cacería; los viajes post terremoto a la casa de su papa Humberto en Estelí; y la alegría de sus alumnos y colegas en el Instituto Tecnológico de Granada.
Evoca las visitas a Marina, las tardes compartidas de matinée y la primera vez que advirtió su perfil blanquecino parecido (pero mejor delineado) al de Jackie Kennedy-Onassis.
También se acuerda de la íngrima noche en California cuando creyó abrazarla, llenarla de besos, de caricias ansiosas y mustias; cuando todo era claro, certero, real y luego, como en un relato fantástico despertó y solo estaba la maldita almohada. Se ve concentrado en la página donde escribió la primera estrofa de una extraña canción sin coro o estribillo que repetir.
Una tonada unidimensional. Ascendente como ola.
Unigénita. Perfecta. Su Almohada.
Pero lejos está de augurar que aquella canción ignorada en el Festival OTI Nicaragua 1977, llegaría a ser una de las composiciones imperecederas de la música popular en español, y una de las tonadas más interpretada por artistas como José José, Mark Anthony, Cristian Castro, Tito Nieves, Pepe Aguilar y otros, porque ahora, en el vuelo que lo aleja de su tierra, su mente se enreda en los despropósitos de las últimas horas.
3
Había trasladado a su familia al aeropuerto el día dieciséis por la tarde desde su casa en Piedra Quemada, con las balas silbando sobre su cabeza. Todos, incluso su padre biológico, don Efraín Huezo, que fue con la misión de regresar con el carro a casa, habían viajado aterrorizados.
Llevaba cuatro pasajes que su hermano mayor le había remitido desde Los Ángeles, sin embargo al llegar al aeropuerto, supo que en los pocos vuelos que faltaban ya no quedaban asientos disponibles. En el vestíbulo de la terminal, la escena mostraba rostros ojerosos y suplicantes. Todos buscaban un sitio. Familias enteras se abrazaban entre plegarias y rezos.
Querían huir.
Volar.
Escapar de aquel armagedón.
Agobiado, con su familia guarnecida tras su porte gigante y patriarcal, Adán no pudo perdonarse el haber esperado tanto tiempo para escapar de Nicaragua.
Esa intención, que estuvo guardada en su cabeza desde que un compañero de trabajo lo amenazó de muerte, la había rumiado por meses; pero siempre eludió la idea de trasplantarse en aquella sociedad robótica e impersonal a donde algunos años antes había ido a prepararse.
—No me interesa la guerra, soy un profesor, un técnico, un autor de canciones; un artista que solamente quiere ganarse la comida de su familia —le dijo Adán al sujeto cuando éste le ofreció una metralleta para unirse a la guerrilla.
—Pues entonces burgués baboso, si no la aceptás con ella misma te vamos a pasar la cuenta cuando hayamos triunfado —lo sentenció el tipo.
Adán sintió miedo. Impotencia. La seguridad de su familia estaba en peligro. La tranquilidad por la que había renunciado a tantas cosas se esfumaba. Todo le parecía absurdo.
El sacrificio que significó estar ausente durante los irrecuperables años núbiles de su mujer; no gozar de los llantos primerizos de las niñas; privarse de los paseos y cacerías en la floresta segoviana; excluirse de las guitarreadas y tertulias con sus amigos de Los Rockets (su banda de la adolescencia), no habría tenido sentido si aceptaba aquella propuesta idealista.
Tanto le dolió abandonar sus rutinas más íntimas cuando se marchó a estudiar mecánica automotriz al International Technical School de Los Ángeles, que la opción intimidante del desarraigo le había hecho posponer la huida cada vez que lo pensaba. Entonces creyó que la situación iba a mejorar y no fue así: se había equivocado.
4
En el avión, Adán ve ahora lejana e irreal aquella disyuntiva. Y para no pensar más, suaviza sus facciones buscando provocar una tímida sonrisa de su mujer, quien corresponde, pero un segundo nada más, porque enseguida ella vuelca su atención hacia el sosiego de las niñas. Aquel gesto le distrae, pero no puede dejar de rebobinar los recuerdos recientes de cuando su amigo, el chino Jorge Wong, tras reconocerlo en medio de los que pugnaban por un espacio, promete ayudarlo. Aquel hombre, aún influyente, tenía sus “contactos”.
—Déjenme ver que hago por ustedes —le dijo.
Al rato Wong volvió animado:
—Dos sitios, Adán. Sólo dos sitios están disponibles porque unos pasajeros no han podido llegar hasta el aeropuerto por los combates, pero el vuelo será mañana en la tarde y ustedes deberán llevar chineadas a las niñas.
Esa noche se percibió ralenti por el traqueteo de las ráfagas que llegaba desparramado por el viento hasta el interior del edificio como música de un chinamo diabólico; entre tanto, Adán y su familia, acostados todos en el piso, no pegaron pestañas mientras en la madrugada por la puerta trasera Somoza, su amante, y toda la cohorte, escapaban.
5
Un movimiento sugerente de su hija en brazos le interrumpe los recuerdos, mientras la acomoda, busca otra vez la mirada de su esposa, quien ahora no sonríe. Ella lo ve retraída y le dice:
—Pobrecitas, ha sido demasiado.
Las dos niñas habían protagonizado un evento que los pasajeros de aquel vuelo no iban a olvidar por mucho tiempo.
Para sortear el tedio de esperar y esperar la salida del avión, Adán había sacado su vieja guitarra para repasar algunos acordes. Lentamente llamó la atención de la gente en los pasillos y fue cuando Wong le dijo:
—“Caballón”, cantate aquella canción tuya, a la que le robaron el primer lugar en el OTI.
—Ay hermano —le respondió Adán, condescendiente al escuchar el mote cariñoso con que lo nombraban sus amigos de toda la vida—, hoy no estoy para cantar, mejor que lo hagan mis hijas y yo las voy a acompañar con la guitarra.
Fueron minutos dulces. Tras los primeros punteos las dos vocecitas se elevaron unísonas hasta el techo en volutas flameantes, que Adán imaginó como la escalera del ADN:
«Amor como el nuestro no hay dos en la vida, por más que se busque, por más que se esconda/ Tú duermes conmigo toditas las noches, te quedas callada sin ningún reproche/ Por eso te quiero, por eso te adoro; eres en mi vida todo mi tesoro/ A veces regreso borracho de angustias, te lleno de besos y caricias mustias. . .»
Cuando las pequeñas llegaron al final hubo lágrimas, aplausos y felicitaciones. Y el ambiente graso de aquel galpón que hacía de terminal aérea se aligeró.
Unos periodistas mexicanos que desde cierta distancia habían disfrutado la performance se arrimaron al molote y extrañados, preguntaron a Adán que dónde había comprado el disco.
—Cuál disco —respondió Adán, mientras metía la guitarra en su estuche.
—Señor, esa canción la grabó hace poco José José —contradijo uno de los periodistas.
—Esta canción es mía, yo la compuse, y sí, se la di a José José la última vez que vino a Nicaragua. Pero a pesar de tener su promesa de que la grabaría, nunca pensé que sería tan pronto. Es más —continuó— no me hice tantas expectativas.
—Pues felicidades mano —dijo otro de los periodistas, incrédulo y burlón —su rola ya se escucha a nivel internacional y nada menos que interpretada por el gran José José. Vaya a buscar a Chepe para que le dé la lana.
Pronto Adán olvidó la buena noticia que le dieron los corresponsales mexicanos que cubrían la guerra. Sólo ahora, a miles de metros de altura y revolcando los pensamientos, cae en la cuenta de lo que eso significa. Imaginar su Almohada convertida en un éxito musical, afloja el ahogo que le causa dejar para siempre su país, donde asegura, vive “la gente más dulce del mundo”.
Y sigue repasando tantos momentos vividos con esa su gente (que con los años visionaría tan a la deriva como las vidas de él y su familia en el avión) hasta cuando se escucha por el intercomunicador, la voz gangosa del capitán anunciando el aterrizaje. Los pasajeros se desentumen y desciende la tensión de una jornada intensa y amarga.
Al bajar en el aeropuerto de Miami, agotados, con el aliento avinagrado, y avergonzados por la aún sangrante cicatriz del destierro, Adán y Marina topan con la realidad de sólo doscientos dólares en la bolsa y dos niñas hambrientas. Buscan un hotel barato donde poder descansar, y esperan el día siguiente para viajar a California.
6
Desde aquel viaje han pasado ya más de treinta años, pero en la mente de Adán y Marina, las imágenes, sentimientos, y hasta los olores de aquellos días, aún pinchan sus sentidos.
Cuando conocí a Marina Moncada en una tertulia en Managua no pude aguantarme las ganas de preguntarle si ella era la musa que había inspirado la famosa Almohada.
—Bueno. . . sí. . . pero mejor te voy a poner en contacto con Adán para que él mismo te lo cuente todo. —Me contestó.
Y es así como ahora estoy en un restaurante Denny’s de un suburbio angelino, desayunando con Marina y Adán, quienes distendidos, igual que si estuvieran con un amigo de siempre, me han ido relatando esta historia.
Cerca de ahí, queda la planta lechera de la cadena de supermercados, donde Adán consiguió empleo a los pocos días de haber llegado. Ese fue su único trabajo en el exilio hasta jubilarse.
En una pausa entre tantos recuerdos mencionan a Jorge Adán, el hijo de veintiocho años nacido en Estados Unidos quien también canta, toca el bajo y compone.
El compositor luce como un abuelo cariñoso y conversador. Con el bigote y los cabellos platinados, a sus casi 67 años se ve fuerte, erguido y sin señas de cansancio.
Mientras habla, respalda lo dicho rayando arabescos invisibles con las aspas de sus brazos. Su oralidad engancha. Me revela que desde joven ha sdo un fanático del diccionario, y que escribió un libro de cuentos y poemas inédito titulado El cazador.
Adán ha regresado a Nicaragua sólo dos veces desde aquel 17 de julio: en 1999 y en el 2001. En cambio su esposa no supera la lejanía.
Las maneras, acento, y el agradable voceo de esta pareja revelan una nacionalidad a la que extrañan y aún lloran. Sin embargo, por ahora, él no quiere volver. Le deprime la miseria, le arrecha la injusticia, y todavía recela de muchas situaciones de una Nicaragua, según él, incorregible.
Mientras ellos sin prisa, predispuestos por un cómodo retiro gringo me platican sus vidas, llega a mi mente la cadencia inicial del arreglo que Tom Parker confeccionó como traje a la medida, para una pieza que ha sido tema de fondo en la vida de serenateros, bohemios, mariachis, filarmónicos de escuela, melómanos aguardentosos; y mujeres y hombres acabangados.
Con aquella melodía sonando en mi cabeza, compruebo que no era invención urbana la anécdota de un compositor desconocido que de romplón y sin más ni más, le pide a un famoso intérprete que le grabe su canción:
“Fue en 1978 —narra Adán— , Marina y yo habíamos estado esperando a José José en el Lobby del Hotel Camino Real de Managua. Ya me lo habían negado varias veces pero tuvimos paciencia. Además, un taxista al servicio del hotel me había dicho: aguantate que más tarde viene. Cuando al fin aparece José Sosa Ortiz, el gran José José, y me ve con la guitarra en la mano, como que le fui simpático; entonces va a mi encuentro y me da un abrazo cariñoso; hacé de cuenta y caso —me dice Adán poniendo su brazo alrededor de mi hombro representando aquel instante— que como de amigos. Entonces —continúa Adán inspirado— , me dice José José: ¿En qué puedo servirte? Y le respondo que quiero que escuche una canción. Y es cuando él me sorprende diciendo: ¿Y el casete? ¿Trajiste la canción grabada en casete? Pues. . . no, le digo, sólo traje mi guitarra y me apuro a decirle que alguien había recomendado que estaba perfecta para él. ¿Y quién dijo eso? Me pregunta. Allí mismo —sigue Adán— aprovecho y le platico que cuando Lupita D’ Alesio fue jurado en el OTI nica del 77 me había prometido hablarle a él de la canción; y entonces José José se pone interesado y me contesta: Mira, mira; no tengo tiempo porque ya será hora de mi actuación de esta noche, pero vente a la habitación y la tocas. Ya en la habitación, —sigue relatando el compositor— mientras José se acomoda la corbata y se cambia de saco, le agarra por cantar pedacitos de sus canciones. ¿Verdad Marina que estábamos encantados? —Le pregunta a su esposa y ella responde: ¡Por supuesto! Vieras como exageraba la pronunciación de las vocales —me dice— , así ve. . . —y comienza a imitar al cantante: No dejabas deee miraaar estabas sooola. . . —cambia de tono—: Yo que fui tormeeenta. . . la, la, la; —vuelve a modular y canta otra vez—: El triste todos diiicen que soooy”.
Adán se detiene, traga gordo, y sigue narrando:
“Y entonces sentados en la orilla de su cama yo empecé a cantar la canción en tono de sol menor porque en esa tonalidad la compuse. Aunque después él la grabó en la menor. Y José José ni me deja terminar los primeros versos porque me interrumpe: Espérate, espérate, espérate; y se dirige a su manager y compañero de cuarto: ¿Hay casete en limpio en la grabadora? Sí, le dice su compañero, y tras preguntar mi nombre completo y el de la canción echa a andar la grabadora y dice muy formal: La canción Almohada, del señor Adán Torres. Después nos fuimos Marina y yo al Camino de Oriente a celebrar en la discoteca El Infinito. Y cuando volvimos a la casa a medianoche, nos encontramos con la sorpresa de que José José había llamado por teléfono. La canción le había gustado y dejó dicho con mi cuñada que en cuanto nomás volviera a México, la iba a grabar”.