El aburrimiento y la infidelidad

Habiendo leído solamente Los Dominios del lobo (1971) y Corazón tan blanco (1992), uno corre el riesgo de trastabillar a la hora de justipreciar la obra del recién fallecido Javier Marías. Así que, por ahora, solo pondremos foco en una de sus novelas más galardonadas: Mañana en la batalla piensa en mí (1994).

Una mujer, Marta, le va a ser infiel a su marido con un hombre que apenas conoce. Sin embargo, no logra consumar el hecho porque muere sin llegar a desnudarse del todo. Así más o menos inicia la octava novela de este autor, traductor y articulista madrileño.

El arranque y la premisa son sorprendentes. Sin embargo, de ahí en adelante usted va a chapalear en un inmenso charco de palabras, juicios, soliloquios, citas de Shakespeare (incluido el título), y algunas referencias cinematográficas.

Con prosa plena de desvíos discursivos, aunque no tan laberíntica como para no seguir el hilo de la trama, Javier Marías, hace que Víctor Francés, un escritor que trabaja por encargos, narre la historia valiéndose de sus pensamientos y su individual visión de las cosas.

Veamos: suponga usted, si es varón por supuesto (perdón por la confianza de ubicarlo en tan vulgar enredo), que está a punto de consumar una aventura amorosa-sexual y la conquista se le muere casi en los brazos. Y para mayor inconveniente, todo está sucediendo en la misma casa y cama que ella comparte con su esposo, quien anda de gira de trabajo en el extranjero, a unos cuantos pasos de la misma mesa en donde han cenado; y para colmo, el hijo de ella de dos años aún está despierto en la habitación de al lado.

¿Qué hacer?, ¿a quién llamar? Poco o nada conocés de ella. ¿El niño? Ese no tiene idea de lo qué está ocurriendo. Solo se ha levantado un par de veces para verte con cara de no te conozco. Tremendo problema, ¿a que sí?

Es que Marías plantea tan bien el asunto que uno se siente partícipe de la angustia del personaje.

Volvamos a Víctor entonces, quien, como puede sale del piso, y en los días siguientes se empeñará en acercarse a la familia de la fallecida: es decir aproximarse a su padre, a su hermana, y a su marido, ya viudo. Incluso asiste de incógnito al sepelio.

Gracias a la ayuda de un escritor amigo, un tal Ruibérriz, Víctor consigue tratar a Juan Téllez, el anciano padre de Marta, que a la vez es cortesano del rey. Téllez hace que Víctor llegue a frecuentar brevemente al rey y algunos de su servidumbre, con el pretexto de escribirle un discurso haciéndose pasar por Ruibérriz. Notable que la aparición en escena del rey y su “séquito” sea un tanto bufa.

Hay un pasaje de la novela en donde Víctor repasa de como una noche, de un tiempo anterior, recoge a una prostituta en una calle de Madrid, y de inmediato especula de que en realidad se trata de su exmujer, Celia. Este pasaje nada verosímil, lo obliga a uno a preguntarse: ¿qué carajos tiene esto que ver con la historia?

En el último acto, y después que testarudamente insiste en acercarse a Luisa, la hermana de la difunta, Víctor es reconocido por el niño, y entonces debe confesar a Luisa lo sucedido en la última noche de la vida de su hermana. Luego, conminado por Luisa, se ve obligado a conversar con Eduardo, el esposo de Marta. En esa conversación, el lector, al mismo tiempo que el protagonista narrador Víctor, descubre que Eduardo, al igual que la mayoría de personajes de la novela, ha esgrimido sus propias cuotas de infidelidad y aburrimiento.

En fin, sucede que solo a un Javier Marías, con su estilo de frases largas y retóricas, se le tolera una novela pausada de más de quinientas páginas sobre la perfidia y la indiferencia. Eso sí, luego de leerla (y por varios días) la historia le queda a uno dando vueltas en la cabeza.

«Mierda», la novela: una historia de abandono

Victoria y Eduardo hacen pareja y son padres de un niño, de Gregorio. Conforman equipo como asesores en marketing y publicidad, y han ganado la licitación para dirigir la estrategia de comunicación del candidato a la presidencia de la república de Nicaragua, Herty Lewites.

Durante el trayecto de San José a Managua en un destartalado avión, Victoria le dice a Eduardo que tiene el presentimiento de que van a ganar las elecciones. Pero lo conocido, que el candidato Herty Lewites ni siquiera llega vivo al día de las elecciones, echa por tierra la premonición. Y ese dato, que a cierto lector medianamente informado quizá lo haga abandonar la novela, es nada más que una pista falsa. Porque es verdad que no ganarán las elecciones. Pero la mayor pérdida de Victoria y Eduardo va por otro lado.

La novela, narrada en gran parte desde el punto de vista de Victoria, desarrolla dos conflictos. El primero, y que justifica el título, es la desventurada estrategia que los dos publicistas costarricenses plantearon: un spot de televisión donde luego de la visión de una mosca de utilería, Herty, el candidato, ofrece salvar a los nicaragüenses de la mierda. Es decir, de la pobreza, la corrupción, el atraso y resto de males. De más está decir que la estrategia fue un enorme yerro.

Carla Pravisani (Foto cortesía)

El otro conflicto, el emocional, son los azares de la vida en común de Victoria y Eduardo para quienes todo fue siempre para peor: desde el calor infernal de Managua al que nunca terminaron de adaptarse, hasta las enfermedades que contrajeron durante la estadía. Y ni hablar del slump profesional que les ocasionó nadar contra corriente en un país de cultura política tan particular, y que además de serles insólito e impenetrable, todo el tiempo los lleva hasta el tope.

La novela está dividida en tres partes tituladas «La ruta de las decisiones», «El cambio» y «La sombra de Pedrarias». Y estas a su vez se dividen en capítulos numerados. En la galería de personajes sobresalen Giselle la niñera, —uno de los personajes secundarios mejor fraguado—, y Aristóteles. Ellos dan verosimilitud a las caídas de Victoria y Eduardo. Quizá Aristóteles, el periodista, debió estar más tiempo en escena. ¿Acaso daba para más?

Tras la derrota aparatosa del candidato supletorio la pareja regresa a su país. Pero ya nada es igual. Es entonces cuando Eduardo, hijo de un exiliado, debe ir a la Argentina a ver morir a su padre, para luego regresar concibiéndose heredero de la amargura irremediable de su viejo. Una desazón que lo desbanca de su mundo presente y lo conmina a desatarlo todo, aunque no encuentre el valor ni el momento para hacerlo. Victoria por su parte, es quien al final realiza lo que ella considera un acto de violencia: cambiar las rutinas y dar el puntillazo.

«Mierda» es una historia acerca del abandono, de la capitulación. La campaña política del disidente sandinista Lewites, solo es el tablado en el que acontecen las vicisitudes de una relación, de una familia.

Pese a ser una historia de pérdida y derrota, «Mierda», la novela, es un libro que se lee con curiosidad gracias a un ritmo vertiginoso que sostiene la narración en un presente inmediato que no decae. En los pasajes de mayor intensidad, Pravisani nos evoca a Coetzee. A ese Coetzee que narra lo despiadado con pulcritud. Al Coetzee de «Desgracia».

«Mierda», la novela, es una hermosa metáfora de como la línea de tiempo de la vida en pareja recorre su ciclo natural: surgir, crecer, desarrollarse y continuar. En fin, Carla Pravisani ha escrito una novela que acaso podría estar entre lo más cuidado de un escritor o escritora centroamericana en los últimos años.

«Meridiano de sangre», western, violencia y virtud narrativa

Corman McCarthy (Random House, 1985)

En la novela «Meridiano de Sangre» de Cormac McCarthy, «el chaval» es un muchacho sin nombre que se une a la pandilla de mercenarios de un tal Glanton.

Según registros históricos, este John Joel Glanton y su banda, fueron contratados a mediados del siglo diecinueve por el gobernador de Chihuahua para eliminar la amenaza de indios apaches. Según el acuerdo, estos mercenarios debían dar fe del trabajo hecho mostrando los cueros cabelludos arrancados.

En la ficción de McCarthy, una vez los apaches van siendo exterminados, los mercenarios arrasan poblaciones enteras de indígenas y mexicanos pacíficos para así completar la cantidad de cueros cabelludos prevista: orgía sanguinolenta por pago a destajo.

Quizá basado en el relato de Samuel Chamberlain, sobreviviente de la histórica pandilla, Cormac McCarthy construye una novela inhumana y violenta, pero no es violencia efectista ni gratuita, es violencia orgánica que Corman, con virtuosismo, lo consigue apenas adjetivando.

El escritor mexicano Carlos Velázquez citando a William Burroughs escribe que el mal ya se encontraba en este continente desde antes de la llegada de los ingleses y españoles. ¿Será posible?

¿O será solo casualidad que tanto antes (1849-1850 en tiempos de «Meridiano de sangre»), como hoy (en tiempos de guerra del narco y migraciones) en ese cosmos de este lado y al otro entre México y Estados Unidos no existen reglas ni Dios y que la maldad prevalezca como único sentimiento?

En el inicio de la novela el linchamiento de un predicador por causa de una acusación falsa se celebra en la cantina con juerga y carcajadas. Poco después, un negrero muestra al chaval con orgullo su amuleto: el corazón disecado de una de sus víctimas.

Un narrador omnisciente informa que chaval nace en 1933, y que al cumplir catorce años abandona su casa para siempre. Chaval tampoco sabe leer y escribir, y como casi todos a su alrededor, es violento. No es casual que en su andar errante reciba un tiro en la espalda; que se enganche con filibusteros para ir a conquistar Sonora, México, y que, una vez estos filibusteros caigan atacados por indios comanches, él se una a la diabólica y variopinta pandilla Glanton.

Algunos personajes de la pandilla son el cura, Toadvine, el Tasmanio, Brown, el capitán White, los delaware, dos Jackson que se odian (el uno negro y el otro blanco), y miramiento aparte el juez Holden: un gigantón calvo, albino, enigmático y culto, que sabe tocar el violín, pero cuidado, también es un macho cabrío que va ofreciendo caramelos a los niños.

En los registros históricos el Juez Holden es el más despiadado asesino de la banda de Glanton.

En la novela, El Juez Holden, además de ser la antítesis, el antagonista, es una especie de líder psíquico que se cree inmortal y mesiánico, sin dejar de ser por eso el humano más perverso del cuento.

Ante el avance de la iniquidad van quedando arrasados pueblos paupérrimos y bebés colgando de los árboles como en carrusel. Ruinas sin paz por donde una y otra vez la zopilotera humana pasa y pasa royendo despojos.

Inevitable el cuadro de familias enteras en amasijo con animales despatarrados cubriendo la tierra yerma donde el polvo y la sangre hacen lodo seco. Y más allá del desierto, un ferry ensangrentado sobre el río Gilia en Arizona. Y luego una ristra de orejas humanas colgando del cuello de Toadvine.

McCarthy impulsa la acción con lenguaje prolijo. Tras su narrativa, se entrevera la investigación acuciosa que no ahorra pormenores: accidentes geográficos, toponimia certera, razas, frases en castellano, animales, plantas, tribus, gentes diversas.

Belleza narrativa al máximo para ostentar: “Hombres que pelean a puñetazos, a patadas, a botellazos o a cuchillo (…) Hombres cuyo hablar suena a gruñido de simio. Hombres de tierras tan arcaicas y misteriosas que viéndolos a sus pies desangrarse en el fango siente que es el género humano el que ha sido vengado”.

El final de la novela pone frente a frente al chaval y al juez. El bien relativo contra el mal entero. ¿Lo viola? ¿Lo mata? McCarthy deja que sea el lector quien lo decida.

Novela Paraíso

(Abdulrazak Gurnah, 1997. El Aleph Editores, S. A. Traducción: Sofía Carlota Noguera) Foto: Wikipedia

Los días son iguales, el paisaje es seco. La carcoma infesta los horcones y el sol calcina sobre nubes de polvo. Así está el mundo la tarde en que el padre dice a Yusuf:

«¿Te gustaría hacer un viajecito, pequeño pulpo? (…) Te vas con el tío Aziz (…) Ya verás cómo disfrutas viajando hasta el mar».

Nada de lágrimas ni abrazos de despedida porque Yusuf no debe darse cuenta que lo están entregando como moneda de pago por una deuda.

El exótico cosmos de Paraíso, novela del premio nobel 2021, Abdulrazak Gurnah, se sitúa entre el África oriental musulmana y el África más profunda en los años previos a la primera guerra mundial. Pero no es el África aquel de Marlow y Kurtz de la celebrada novela de Joseph Conrad. Aquí es otro continente. Uno todavía más oscuro, más inhumano. Uno en donde nadie está predestinado a despuntar porque los valores se aquilatan en dependencia de quién esté más alto en la cadena de sobrevivencia.  

Paraíso es una peregrinación a las tinieblas más oscuras desde la mirada de un niño swahili de doce años.

Desde la entrada, y muy a lo Herman Melville en Moby DickEmpecemos por el niño. Se llamaba Yusuf…») hay una promesa de tono ágil y lenguaje sin florituras ni excesos. Sorprende el artificio del narrador omnisciente disponiendo el punto cero, desde los recuerdos de un Yusuf situado en un futuro impreciso. Es entonces cuando uno mismo pronto estará irremediablemente atrapado en la atmósfera de un destartalado tren que trasporta a Yusuf y al tío Aziz rumbo a la ciudad de la costa.

En la casa del rico mercader, Yusuf pasa a ser mancuerna de servidumbre junto a otro muchacho que al igual que él, ha sido dado en pago por una deuda. Es Khalil, el encargado de la tienda.

Este Khalil rápido lo pone al tanto de todo; es decir, que el amo Aziz no es su tío; que solamente es un mercader que no tiene reparos en cobrarse las deudas con seres humanos contantes y sonantes.

A Yusuf lo inquietan sueños insólitos. Sin embargo, la vida que le espera de ahí en adelante, ni en los sueños más sobrecogedores la habrá previsto.

Y así van pasando los años. El tío Aziz no es tiránico, pero a fin de cuentas es el amo: Yusuf debe babearle la mano como muestra de sumisión y respeto. Y aunque Khalil le pega y le hace bullying, Yusuf resiste estoico una mediocre coexistencia.

La vida avanza.

Un Yusuf ya adolescente deberá acompañar al tío Aziz en caravana de negocios a través de un río que se supone es el gran Congo.

El viaje que inició en aquel ruidoso tren, ahora debe continuar.

En la caravana va lo más abyecto de los hombres conocidos. Por lo tanto, Yusuf deberá estar atento; alerta ante la posibilidad de ser sodomizado mientras van recorriendo un mundo perdido de pueblos, ríos y aldeas con una montaña nevada de fondo, donde a veces son bien recibidos y otras tantas despreciados.

Durante el trayecto Yusuf lo verá todo. Desde la naturaleza pródiga hasta la humanidad más terrible. Contrabando, robo. Doblez. Bárbaros y ladrones que ceden a sus parientes por baratijas. Hombres blancos feroces. Bestias entre bestias. Mitos y supersticiones como explicación a los secretos de la existencia. Un viaje que, como ritual de iniciación, va siendo doloroso y descarnado.

Cuando Yusuf vuelve a la casa de su amo en la ciudad de la costa, se dedica a ayudar al viejo jardinero en el mantenimiento del huerto. Y desde ahí se da cuenta que es observado a través de espejos por dos mujeres: el ama, que es una mujer mayor, enferma de misantropía, y Amina, la hermana de Khalil quien también es concubina del tío Aziz. El triángulo pasional está en marcha. Esta última parte es un epítome de amor, desprendimiento, y también de celos. Páginas hermosas que se leen con ojos bien redondos.

Paraíso, la novela más reconocida del ignoto ganador del premio nobel de este año veintiuno, quizá sea una alegoría sobre la libertad relativa. Y esa libertad, ¿la conseguirá al fin Yusuf? Bueno, para responderse esa pregunta hay que llegar a la última página.

Confieso que he quemado

Crónica de una quema de libros un día de difuntos por la tarde

La pira

Esto comienza con un poeta que un día de tantos gana una beca y se va del país. Y cómo dicen que los buenos bróderes se hacen buenos bolados, el poeta encargó a un amigo cercano que le resguardara sus libros. Por ahí ponelos, en un rincón de tu apartamento, le dijo un día antes de partir.

Los años pasaron, el poeta terminó la beca, y por esto o lo demás, o porque supo que estaban encarcelando escritores no volvió al país. Eso sí, de cuando en cuando llama a su amigo, a su bróder, para saludarlo. Para darse cuenta de cómo van las cosas y hablarle de ediciones, de música, de literatura y de ciertos recuerdos. Incluso, algún sábado, hasta se toman sus cervezas mientras charlan por WhatsApp.

El sábado anterior al día de difuntos, que este año cayó en martes, este poeta exiliado le dijo a su amigo a través de un audio:

—Haceme un favor: revisá las cajas y me decís que vas encontrando por ahí porque hay una persona que va a viajar, y se ha ofrecido a traerme alguno de mis libros.

Dale, le dijo el otro.

Y el amigo aprovechó la tarde libre del dos de noviembre (hay que visitar a los muertos) para desembalar las cajas de cartón. Solo que, al escindir los teipes y levantar las tapas, se llevó el madre susto pues, desde adentro de las cajas, saltaron los demonios de Pandora disfrazados de comejenes.

Dentro de la Caja de Pandora

 Los libros seguían embutidos, bien talladitos unos con otros, pero compactados en un solo amasijo. Los dorsos oscurecidos daban la impresión de haber sido chamuscados sutilmente con fuego de acetileno.

Ante las cajas de Pandora abiertas en pampas esperando a ser exorcizadas, el bróder no hizo más que plantarse de nalgas sobre el piso.

Le sobrecogía que se hubiera arruinado la mayoría de los libros. ¿Con qué le iba a salir al poeta? Pero también le fastidiaba que la tarde libre se le esfumara en el trabajo de selección, limpieza y descarte que ya veía por delante.

Luego de un rato de indecisión se levantó de un salto y apretó el ícono del auricular y mandó un audio. El mensaje fue corto, contundente.

—¿Maje? ¿Qué hago?

—Quemalos bróder—le dijo el poeta tras unos segundos de silencio—, ideay, no queda de otra.

El bróder intentó sacar las cajas al patio, pero pesaban como tenamastes. Entonces para ir aliviando el peso, fue sacando los libros de encima, que eran los menos afectados, y los fue poniendo en rimero sobre la cerámica del piso. Algunos tomos, los más grandes, a simple vista parecían en mejor estado que los demás. (Después lo veo, se dijo). Cuando alcanzó los libros del nivel más bajo de la primera caja, en el epicentro del desastre, le llamo la atención un título: «Mira si yo te querré» de Luis Leante. Y pese a que el libro se veía tostado, creyó que aún podría rescatarlo y lo cogió y lo palpó: un puñado de hojarascas podridas erizó la piel de sus brazos. ¿Qué se hicieron las páginas? ¿Y estas hojas carbonizadas? De la bonita novela, premio Alfaguara 2007, solo quedaban unos cuantos grumos que él amigo albacea del poeta imaginó rescoldos radiactivos.

Mira si yo te querré

Luego vio «Obra Completa, Poesía y Prosa» de Arthur Rimbaud, que, a simple vista solo tenía chamuscadas las orillas de las hojas, pero se alegró en balde porque al abrir el libro, las termitas reverberaban como gusanos en banquete de panza de perro muerto.

El amigo tiró el libro y reculó. El espectáculo grotesco de cientos de comejenes devorando vocales y consonantes como migajas de carne descompuesta lo estremeció.

Agarrándose el estómago fue al inodoro y escupió grueso. Dos veces escupió.

Recompuesto volvió a la zona cero y cogió un libro pequeño. Uno de un poeta con dos nombres y dos apellidos que se le deshizo entre los dedos.

Ni más ni menos había pasado como si el fuego de Sodoma hubiese rebullido dentro de las cajas.

Continuó sacando cadáveres hasta cuando constató que las cajas estaban menos pesadas y pudo arrastrarlas hacia el patio. Y ahora ahí, bajo la fronda del palo de mango rosa (la casa matriz, la granja de comejenes) desparramó más despojos: Fahrenheit 451 de Bradbury, La literatura nazi en América de Bolaño, un Virginia Wolf, La Biblia, Obras Completas de Borges, Trágame Tierra de Lizandro Chávez Alfaro, La dramática vida de Rubén Darío por Edelberto Torres, un estudio sobre la poética de Claribel Alegría y alguna que otra inutilidad monográfica.

Por un momento hizo un alto para explicarle a la vecina, que en short, camiseta y chinelas, al igual que él, desde el otro lado de la baranda le hacía preguntas obvias.

La vecina lo estuvo observando con curiosidad chismosa y luego se dio la vuelta. Él aprovechó para mirarle las piernas, pero nada más por puro reflejo, porque en ese momento lo último que podía llamarle la atención eran las hermosas extremidades de la muchacha. Luego atisbó por encima del palo de mangos tras el ramalazo de un trueno. Y se sintió peor que un rescatista desfallecido ante un edificio derrumbado. ¿Cómo era posible que le tocara tamaña responsabilidad? ¿Por qué él, y precisamente él, tenía que incinerar como Dios manda aquella tira de cadáveres? Al menos podré encargarme luego de los sobrevivientes. Se consoló.

Dejando de lado la auto conmiseración fue por una toalla amarilla de esas que venden en los semáforos y sacudió un Quijote de colección Punto de Lectura. Luego «Las Memorias de Adriano» de Yourcenar. Removió granos de un Bartleby de Melville y las motas y patas de cucaracha de entre las páginas de un impecable ejemplar de La gran bonanza de las Antillas de Calvino.

Luego se detuvo porque la foto de un niño lanzando una pedrada le atrajo: ¿Qué me quieres, amor? de Manuel Rivas lucía impecable. Le sacudió el polvo, lo abrió y buscó el cuento La lengua de las mariposas y lo leyó de un tirón, pero se arrepintió de haberlo hecho porque el final lo puso más triste de lo que estaba. Vamos, apurate. Se dijo. Había que continuar. La lluvia parecía inminente.

La lengua de las mariposas

Y así fue dándole y dándole. Y mientras limpiaba, sacudía, apartaba y tiraba ejemplares sobre el montículo cada vez creciente, no dejaba de leer líneas, párrafos, páginas enteras que se habían salvado.

Entonces lo vio.

Muchos de los libros que iba a incinerar, él mismo los había soslayado: dejado para después, para mañana o para la próxima semana o para el otro mes. O quizás hasta para el otro año. Pero ahora entendía bien que ese después ya no iba a ser. La oportunidad, empaquetada en cajas de cartón, se había consumido.

Terminada la selección y limpieza dejó caer el chorro generoso de gas kerosene sobra el montículo, y lanzó el fósforo encendido.

Con un palo seco estuvo atizando el fuego mientras tomaba fotografías y le enviaba un vídeo al poeta, quien desde su exilio veía el ritual fúnebre.

Cuando empezó a caer la lluvia y todo se hubo consumado, guardó a los supervivientes en dos valijas plásticas y se dio una ducha. Luego se vistió, abrió el único libro que había escrito su amigo exiliado, y fue leyendo las primeras páginas sin quitarse de la mente que había sido una gran suerte que el ejemplar, con dedicatoria y todo, se hubiera salvado. «Por poco y no lo leo».

Tijerino, carta al padre

Querido padre: Hace poco tiempo me preguntaste por qué te tengo tanto miedo. Como siempre, no supe qué contestar, en parte por ese miedo que me provocas, y en parte porque son demasiados los detalles que lo fundamentan, muchos más de los que podría expresar cuando hablo. Sé que este intento de contestarte por escrito resultará muy incompleto.

Kafka, Franz (Carta al padre)

Ahí está. De pie sobre la tarima. Expuesto. Esperando los fajazos que va descargar sobre su espalda don Gustavo, el padre enardecido. Es posible creer que para evadirse aprieta los ojos: truculencia inútil porque el escarnio de ser flagelado delante de vecinos y compinches es inevitable.

Es un niño y se llama Edgar, pero para su padre es el chavalo díscolo, el dolor de cabeza. El rapaz que recibe su merecido por la vagancia del día.

Cuando el cronista deportivo Edgar Tijerino anunció que en diciembre de 2020 saldría la continuación de sus memorias «Yo, Vago», para quienes no las habíamos leído era el momento de ponernos al día.

Igual que Claudio, el tartamudo emperador romano, Tijerino escribe con coraje de esto y lo otro; de sus carencias y virtudes; de victorias, dolores y derrotas; y con pasmosa franqueza tanto de las consonancias como de las disonancias familiares.

Expone en Technicolor la tribulación de un divorcio, su quijotesca ingenuidad política, y el amor: ese que lo ha mantenido aferrado a la misma mujer por más de cuarenta años con la idéntica fuerza y entusiasmo de aquel lejano primer día, cuando ella fue su tabla de náufrago.

En cada página de «Yo, Vago», se trasluce la duda del individuo astuto. La curiosidad perenne de quien sabe de sus limitaciones, pero no retrocede. La habilidad del que sabe salir airoso tanto del dolor como del error por igual.

El capítulo sobre la hosquedad de un padre autoritario y machista es agudo. Son párrafos incómodos. Adoloridos. Pero a la vez extrañamente hermosos. El puente caído que fue la relación con su padre, Tijerino lo restaura desnudándose. Revelando el embarazo de ser visto como proveedor, más que como hijo, Edgar parece dejar todo atrás, en una higienización de la casa, los pensamientos, los recuerdos. Distinto de Kafka, el cronista no recrimina a su padre: solo trata de entenderlo.

Una vez pagada la factura por casi enloquecer a sus padres, como el agricultor que zarandea el lodo necesario de las botas después de la faena, Tijerino se arranca las costras del alma.

¿Y lo logra?

Pues… digamos que sí, porque al final, bajo la punta del iceberg de su escritura, el viejo cronista insinúa la manida máxima de: ¿acaso no es lo mismo dar que recibir? ¿Acaso no soy feliz después de todo?

Amado, o quizás odiado por algunos, Tijerino es un relator de raza y aptitud. Pero como de su éxito y suerte se ha dicho tanto ya, estas líneas son solo una mirada al niño y al muchacho, al hombre tras la confidencia. Al veterano que se ufana de la correlación entre lo que predica y lo que hace; y que aglutina en el mismo saco tanto la perfidia como la amistad, el endurecimiento como el placer, la anuencia como la polémica. Un todo que mastica y rumia y que quizá sea la fuerza vital que lo empuja todos los días a escribir y hablar sin tapujos.