Años de vinilo y radio

Sí, de haber comprendido que aquél era el momento más feliz de mi vida, nunca lo habría dejado escapar.

Orhan Pamuk

Lo llamaré Cayetano.

Y ya cuando dejó de llover y se iba le dije:

—Dale bróder. Me da gusto que estés bien.

A Cayetano me lo encontré en la cafetería del supermercado esperando a que pasara la lluvia. Pese a que hacía muchos años que no nos veíamos, la conversación fue rápida. Pero lo necesariamente útil como para saber que mi antiguo amigo de la infancia y yo, apenas compartimos algunas ideas y conceptos. En lo demás somos antagónicos. Casi enemigos. 

Todo el rato habló y habló con mucha queja. Y yo no tuve más remedio que escucharlo y afirmar una y otra vez:

—Ajá. . . Sí. . .Tenés razón. OK.

Así, cuando vi que sólo él quería hablar dejé de ponerle mente y comencé a hilvanar la idea de que nuestra generación podría dividirse en dos estereotipos. Dos bandos con maneras distintas de gestionar los recuerdos: los formales y los triviales. 

Los primeros ubican sus recuerdos por su cercanía a guerras y cruzadas santas. En ese bando está mi amigo. Los otros, seríamos nosotros los vagos. Los superficiales. Esos que hemos demarcado la línea del tiempo de nuestra existencia con señas emocionales.

Por ejemplo, me acuerdo exactamente la canción que sonaba en la radio al momento en que interrumpieron programación para informar que habían matado a Somoza en Paraguay.

Del vendaval que estuvo cayendo mientras devoré “Cien años de soledad”. De mis pies lacerados y enfermos mientras veía por televisión la primera visita del Papa Wojtyla.

Del palo de mandarinas bajó el cual mi padre me dio a leer “Rebelión en la granja” el libro de George Orwell fundamental para mi sobrevivencia en tiempos de servicio militar; y para aprender a dudar de ideas y hombres de un solo rumbo.

A los días del encuentro con Cayetano vi en facebook una fotografía curiosa. Una instantánea donde Camilo Sesto, José José, Rocío Durcal y Juan Gabriel posan relajados. Una imagen demasiado sugerente, dolorosa quizá. Y pensé: los artistas contemporáneos a mis padres se están extinguiendo.

A mi padre le gustaban los Bee Gees, ABBA y Juice Newton. Y también Julio Iglesias. A mi madre le gustaba Leo Dan y creo que también Los Iracundos. Una de las canciones preferida de mi padre era «Angel Of The Mornig». Y cada vez que esa canción de Juice Newton sonaba en la radio mi padre subía el volumen del gran aparato Phillips. Un radio antiguo de tubos al vacío y color caoba.

En ese entonces me resultaba curioso que mi padre, un músico humilde y que no sabía ni pizca de inglés apreciara la música en ese idioma. Lo entendí mejor cuando una ocasión él mismo me dijo: “a la buena música con la melodía le basta”.

Recuerdo especialmente un domingo:

—Andá haceme un mandado —me dijo mi padre—. Andate a la discoteca y me comprás un disco: “Angel of The Morning”. 

Juice Newton

Fui por el sencillo, es decir un disco de 45 revoluciones por minuto, con dos canciones. La cara A con la canción que le gustaba a mi padre; y en la cara B la canción de relleno.

Sin embargo, al llegar a la tienda, el disco con la canción que mi padre quería ya no estaba. Se había agotado. Entonces me tomé una pequeña licencia. Un atrevimiento.

Sin medir las consecuencias pedí a la dependienta que me empacara otro disco. Disco Deewane, de la cantante paquistaní (ahora lo sé) Nazia Hassan. Por alguna razón esa era una de mis canciones favoritas a esos diez u once años míos.

Nazia Hassan

Queda para la historia, mí historia, el enojo de mi padre ese domingo.

En aquellos años, además de las radioemisoras, el otro medio para escuchar música era el aparato de sonido: fuera este un tocadiscos o tornamesa o consola o, más tarde en el tiempo, la grabadora de casetes. Sucedía entonces que todos, grandes y pequeños, teníamos a fuerza que escuchar la misma música, las mismas canciones. Y sobre todo porque las emisoras, casi totalmente, sonaban el mismo hit parade.

Entrañables el carraspeo de la aguja sobre los vinilos; la dureza táctil de los forros de cartón en que venían empacados los discos LP; la suavidad de las fundas de papel en que se guardaban los discos sencillos de 45 RPM; y el olor de los tubos al vacío del radio receptor una vez calientes.  

Mi generación debió escuchar sí o sí a Camilo, a José José, Raphael, José Luis Perales, Los Iracundos, Rocío Durcal, Juan Gabriel; a Mocedades, Nicola Di Bari, Juan Bau, Nino Bravo y todo el rollo de cantantes españoles y latinoamericanos. Además de la parafernalia de canciones anglosajonas y europeas que iban del rock, el pop y la denominada música disco. De tal modo que a fuerza de repetición llegamos a memorizar versos cursis pero que en aquellos años viejos sonaban a romance, a amor, a ambrosía total. Líricas que nos invitaban a imaginar desinfecto e inodoro los enchufes del amor de pareja.

Ahora que los años han comenzado a escurrirse sin control, aquellas viejas melodías enzarzadas entre arreglos orquestales ampulosos siguen siendo parte del paisaje sonoro radiofónico porque parece que el pasado nunca se fue. Y menos ahora —en tiempo de parlantes móviles vía bluetooth— que se reproducen las playlist de Spotify y YouTube casi que en el mismo orden de la foto de Camilo, José, Rocío y Juan.

Estas playlist personales no son “homenajes” comerciales descarados. Son solo sinceras deferencias de gente de colonia, gente de barrio. Personas con nostalgia, con más o menos resignación ante el inminente paso del tiempo. Parejas de abuelos, de padres, de seres humanos que rinden homenaje a sus trovadores.  A esos sus artistas que legaron una banda sonora existencial que gracias a la tecnología es imperecedera y ubicua.

Me satisface hacerme al lado de la trivialidad. Del lado de la gente de la edad de mis padres, de esa gente vieja que aún sufre la inquina de lo formal, de lo maldito.

Todas esas canciones «del recuerdo» continuarán ahí pululando hasta quién sabe cuándo. Quizás hasta cuando seamos capaces de desechar la ilusión, el acomodo. El lugar común ese que habla de la felicidad como cualidad de tiempos idos. La quimera que nos hace afirmar lo felices que fuimos cuando no nos enterábamos de nada.

¿Y Cayetano? Sí. Cayetano se fue en cuanto terminó de llover. No sin antes tratar de decirme que yo solo de pajas hablaba.