Cuando despertó, Manuel Alejandro todavía estaba allí

Manuel Alejandro // Foto: Sofía Wittert

Componer es lo más difícil que hay. Incluso siempre he tenido un proyecto con Armando Manzanero: hacer un Long Play de boleros, con letras mías y música de él, pero esa es la vaina más difícil que hay. Te imaginas meter toda una cantidad de argumentos en siete u ocho líneas. Esa es la admiración que le tengo a Escalona y a todos esos compositores vallenatos.

Gabriel García Márquez
“Cuando Escalona me daba de comer”.
Revista Coralibe, abril de 1981

En un día normal en una ciudad latinoamericana cualquiera, temprano en la mañana usted sube a su automóvil (si acaso tiene). Luego gira la llave del encendido y abre la ventana para no poner el aire acondicionado (debe ahorrar). Al mismo tiempo que acelera y arranca enciende la radio, pincha las teclas del dial, y sin que usted tenga ninguna conciencia de ello, deja de pinchar cuando una canción de Manuel Alejandro Álvarez Beigbeder-Pérez suena impune en la voz de José José.

Y es seguro que a continuación, sin importar su edad, condición social o sentimental, y por un natural acto reflejo, usted seguirá los versos y estrofas ya sea mentalmente o en voz alta:

Casi todos sabemos querer

pero pocos sabemos amar

es que amar y querer no es igual

amar es sufrir querer es gozar

Mientras avanza usted volverá a mover el dial, y por simple probabilidad matemática, en algún instante diversas estaciones de radio tocarán al unísono cualquiera de las composiciones de este músico nacido en Jerez de la Frontera antes de la Guerra Civil Española.

Ahora vuelve a entonar. Y repite versos con dejos dariano, bueno… al menos en el título:

Yo soy aquel que cada noche te persigue

yo soy aquel que por quererte ya no vive

el que te espera, el que te sueña

el que quisiera ser dueño de tu amor, de tu amor

Al fin usted llega a su trabajo. Y lo ha hecho tarareando y siguiendo la ruta de un pájaro herido. Otro verso del jerezano erróneamente atribuido a Hernaldo Zúñiga por bien intencionados bohemios centroamericanos.

Manuel Alejandro a secas, sin apellidos, es músico, director de orquesta, y autor de la banda sonora existencial de un subcontinente entero. Melodías ubicuas, versos y frases enquistadas en la memoria de una gente que desdeña lo presente ante la idealización del pasado sea cual sea.

Manuel Alejandro es tan dinosaurio como el dinosaurio de Augusto Monterroso, porque cuando las generaciones baby boomers y equis despertaban para escapar de la rutina del bolero tradicional, el cha-cha-cha, el tango, el mambo y la ranchera, él ya estaba allí.

Sin segmentaciones de mercado ni estudios de marketing, en aquellos años de programaciones musicales uniformes, grandes y chicos escuchaban sin rechistar las imposiciones discográficas.

Y ante la incertidumbre, y para evitar el error, las compañías discográficas contrataban especialistas con colmillo. Fabuladores prolijos como Manuel Alejandro, Armando Manzanero, o Calderón o Pérez Botija. Tipos que iban a lo seguro escribiendo sobre enamoramientos, infidelidades y cuitas de bohemios y despechados.

Durante años este Manuel fue un arcano. Solo un encabezado del entrañable Cancionero Popular Centroamericano. Y aunque las disqueras no promocionaban a los autores, esta revista sí les daba el crédito. En la margen derecha de la página, el nombre del intérprete; y en la margen izquierda el nombre del autor.

En pleno siglo veintiuno el dinosaurio continúa estando allí. Agazapado entre los títulos de las roconolas de todas las cantinas de Latinoamérica.

Hace poco, en febrero, cumplió noventa años. Y aun con el brazo derecho endurecido sigue tocando el piano con lucidez. Por supuesto que todavía pergeña canciones; melodías que suaviza con orquestaciones ortodoxas. Toda vez alejado de la influencia norteamericana, de la que confiesa ha huido con esmero. Porque para el maestro sus referentes inspiradores son los compositores clásicos que aprendió a amar a través de su padre.

¿Escribir canciones? No, eso no. El maestro Germán Álvarez Beigbeder quería hacer de su hijo un músico sinfónico. Un gran compositor de óperas y sinfonías. Un pianista serio, de conciertos. Pero a los 16 años se fracturó el brazo, y los planes al igual que su brazo serpentearon.

Durante la larga convalecencia se dedicó a leer poesía. Y desde entonces, y hasta donde se lo permite el brazo, toca el piano «solo para cumplir».

Después de un tiempo de estudios en el conservatorio de Madrid sobrevive tocando en puticlubes. Vida difícil. Vida de estrecheces. Intenta hacer carrera de intérprete y falla. Entonces conoce a Raphael Martos Sánchez y hacen par. «Resuelto, yo escribo y tú cantas, macho» Le dijo.

Asegura que las canciones las hace en un momento. «Salen del tirón». Pero para llegar a eso «hay que sentarse al piano y estudiar mucho, improvisar mucho, leer música, leer filosofía». Dice al periodista Pablo Motos. En los programas de entrevistas, en donde se ha vuelto asiduo, se explaya con espíritu campechano. Allí confiesa que muchas de sus canciones son inspiradas en fragmentos de obras del repertorio culto. Los arranques de muchas de sus canciones están inspirados en clásicos conocidos. Por ejemplo, a Nino Bravo le escribió «Es el viento» inspirada a partir de un intermezzo de Brahms. «Nada soy sin Laura», basada en un estudio sinfónico de Schumman. Otras son ideas heredadas de su padre, un director de banda de infantería, de quién aprendió el arte del contrapunto y la fuga de Bach. De los filósofos lee a Nietzsche, Heidegger, Zubiri, Ortega.  Y de los poetas agradece a Goethe. Y a sus paisanos Alberti, Cernuda, Sabina. Alguna vez, en el pasado ha dicho querer a Darío.

Como jerezano ama el flamenco. Con claridad en su memoria perviven los palos del barrio gitano donde creció y vivió hasta los veinte años. Palos que revoloteaban al viento durante las madrugadas aquellas cuando los gitanos volvían borrachos de los tabancos, y se quedaban bajo los balcones cantando canciones y seguidillas. Pero al día siguiente, otra vez la normalidad; el mundo de moderación y disciplina del padre y su piano: la toccata de Schuman y las fugas de Bach.

Su primer gran éxito, «Yo soy aquel». Grabada por Raphael a principios de los sesentas. Su mujer, Purificación Casas, inspiró los versos. Purificación, fallecida en 2021, aparece como coautora en muchos de las creaciones de Manuel Alejandro bajo el seudónimo de Ana Magdalena. Un homenaje a Ana Magdalena Wicken, la esposa de Juan Sebastián Bach, y, quizás un truco legal para mejor aprovechamientos de regalías.

Manuel Alejandro Álvarez Beigbeder-Pérez es el dinosaurio que sigue allí sentado frente a su piano. Un dinosaurio que llega desde una época prehistórica en que un mismo hombre componía la música, escribía la letra y la partitura de la canción. Es decir, un mismo artista arreglaba y orquestaba, y además participaba como técnico de grabación. Y luego en las performances en vivo tocaba el piano o dirigía la orquesta del artista que le tocaba en turno.

A Manuel Alejandro no le gusta que lo llamen compositor porque las canciones nacen hechas, no hay nada que componerles. Él solo se considera un simple escribidor de canciones. Tampoco le va que lo nombren escritor. «Escritor es Vargas Llosa o Cela» sonríe.

Manuel Alejandro ha inventado más de seiscientas canciones. «Manuela», «Así nacemos», «Que no se rompa la noche», «Lo mejor de tu vida», «Un hombre solo», en el repertorio de Julio Iglesias.

Para Raphael escribió, arregló y produjo entre tantas «Yo soy aquel», «Digan lo que digan», «¡Qué sabe nadie!», «¿Qué tal te va sin mí?», «En carne viva», «Estar enamorado».

Para Emmanuel: «Quiero dormir cansado», «Ven con el alma desnuda», «Todo se derrumbó dentro de mí», «El día que puedas», «Esa triste guitarra», «Caprichosa María», «Este terco corazón», «Tengo mucho que aprender de ti», «Con olor a hierba», «Venga», «Cuando no es contigo», «Pobre diablo», «Aquí no hay sitio para ti», «Hay que arrimar el alma», «Detenedla ya», «Seguía lloviendo afuera», «Porque ella no sabe vivir sin mí».

Para Rocío Jurado: «Como yo te amo», «Mi bruto bello», «Lo sabemos los tres», «Señora», «Distante», «Ese hombre», «Lo siento, mi amor», «Se nos rompió el amor», «A que no te vas», «Si amanece», «Vibro», «Esta sed que tengo», «Algo se fue contigo», «Me hubiera gustado tanto».

Para Jeanette: «Soy rebelde», «Viva el pasodoble», «Frente a frente», «Corazón de poeta», «El muchacho de los ojos tristes», «Cuando estoy con él», «Toda la noche oliendo a ti», «Comiénzame a vivir».

Para José José: «Amar y querer», «El más feliz del mundo», «Lo dudo», «El amor acaba», «Voy a llenarte toda», «Cuando vayas conmigo», «Entre ella y tú», «Lágrimas», «He renunciado a ti», «Quiero perderme contigo», «Esta noche te voy a estrenar», «A esa», «Grandeza mexicana», «Nadie como ella», «Déjalo todo».

Para Hernaldo Zúñiga: «Procuro olvidarte», «Insoportablemente bella», «Amor de tantas veces», «Ese beso que me has dado».

A Luis Miguel: «Si te perdiera», «Al que me siga», «De nuevo el paraíso», «Dicen», «Bravo, amor, bravo», «Cómplices», «Si tú te atreves», «Te desean», «Amor a mares».

A José Luis Rodríguez «El Puma»: «Será que estoy enamorado», «¿Te imaginas, María?», «Dueño de nada», «Dulcemente amargo», «Este amor es un sueño de locos», «Espérate», «Un toque de locura», «Voy a perder la cabeza por tu amor», «Por si volvieras», «Te propongo separarnos», «Piel de hombre».

Para Plácido Domingo: «Sevilla», «El grito de América», «Canción para una reina», «Él necesita ayuda», «Si yo fuera él», «Soñadores de España», «Yo seré tu primer hombre», «Los dos estamos queriendo».

Y la más reciente en 2021 para su ahijado Alejandro Sanz: «Y ya te quería».

1.

Años de vinilo y radio

Sí, de haber comprendido que aquél era el momento más feliz de mi vida, nunca lo habría dejado escapar.

Orhan Pamuk

Lo llamaré Cayetano.

Y ya cuando dejó de llover y se iba le dije:

—Dale bróder. Me da gusto que estés bien.

A Cayetano me lo encontré en la cafetería del supermercado esperando a que pasara la lluvia. Pese a que hacía muchos años que no nos veíamos, la conversación fue rápida. Pero lo necesariamente útil como para saber que mi antiguo amigo de la infancia y yo, apenas compartimos algunas ideas y conceptos. En lo demás somos antagónicos. Casi enemigos. 

Todo el rato habló y habló con mucha queja. Y yo no tuve más remedio que escucharlo y afirmar una y otra vez:

—Ajá. . . Sí. . .Tenés razón. OK.

Así, cuando vi que sólo él quería hablar dejé de ponerle mente y comencé a hilvanar la idea de que nuestra generación podría dividirse en dos estereotipos. Dos bandos con maneras distintas de gestionar los recuerdos: los formales y los triviales. 

Los primeros ubican sus recuerdos por su cercanía a guerras y cruzadas santas. En ese bando está mi amigo. Los otros, seríamos nosotros los vagos. Los superficiales. Esos que hemos demarcado la línea del tiempo de nuestra existencia con señas emocionales.

Por ejemplo, me acuerdo exactamente la canción que sonaba en la radio al momento en que interrumpieron programación para informar que habían matado a Somoza en Paraguay.

Del vendaval que estuvo cayendo mientras devoré “Cien años de soledad”. De mis pies lacerados y enfermos mientras veía por televisión la primera visita del Papa Wojtyla.

Del palo de mandarinas bajó el cual mi padre me dio a leer “Rebelión en la granja” el libro de George Orwell fundamental para mi sobrevivencia en tiempos de servicio militar; y para aprender a dudar de ideas y hombres de un solo rumbo.

A los días del encuentro con Cayetano vi en facebook una fotografía curiosa. Una instantánea donde Camilo Sesto, José José, Rocío Durcal y Juan Gabriel posan relajados. Una imagen demasiado sugerente, dolorosa quizá. Y pensé: los artistas contemporáneos a mis padres se están extinguiendo.

A mi padre le gustaban los Bee Gees, ABBA y Juice Newton. Y también Julio Iglesias. A mi madre le gustaba Leo Dan y creo que también Los Iracundos. Una de las canciones preferida de mi padre era «Angel Of The Mornig». Y cada vez que esa canción de Juice Newton sonaba en la radio mi padre subía el volumen del gran aparato Phillips. Un radio antiguo de tubos al vacío y color caoba.

En ese entonces me resultaba curioso que mi padre, un músico humilde y que no sabía ni pizca de inglés apreciara la música en ese idioma. Lo entendí mejor cuando una ocasión él mismo me dijo: “a la buena música con la melodía le basta”.

Recuerdo especialmente un domingo:

—Andá haceme un mandado —me dijo mi padre—. Andate a la discoteca y me comprás un disco: “Angel of The Morning”. 

Juice Newton

Fui por el sencillo, es decir un disco de 45 revoluciones por minuto, con dos canciones. La cara A con la canción que le gustaba a mi padre; y en la cara B la canción de relleno.

Sin embargo, al llegar a la tienda, el disco con la canción que mi padre quería ya no estaba. Se había agotado. Entonces me tomé una pequeña licencia. Un atrevimiento.

Sin medir las consecuencias pedí a la dependienta que me empacara otro disco. Disco Deewane, de la cantante paquistaní (ahora lo sé) Nazia Hassan. Por alguna razón esa era una de mis canciones favoritas a esos diez u once años míos.

Nazia Hassan

Queda para la historia, mí historia, el enojo de mi padre ese domingo.

En aquellos años, además de las radioemisoras, el otro medio para escuchar música era el aparato de sonido: fuera este un tocadiscos o tornamesa o consola o, más tarde en el tiempo, la grabadora de casetes. Sucedía entonces que todos, grandes y pequeños, teníamos a fuerza que escuchar la misma música, las mismas canciones. Y sobre todo porque las emisoras, casi totalmente, sonaban el mismo hit parade.

Entrañables el carraspeo de la aguja sobre los vinilos; la dureza táctil de los forros de cartón en que venían empacados los discos LP; la suavidad de las fundas de papel en que se guardaban los discos sencillos de 45 RPM; y el olor de los tubos al vacío del radio receptor una vez calientes.  

Mi generación debió escuchar sí o sí a Camilo, a José José, Raphael, José Luis Perales, Los Iracundos, Rocío Durcal, Juan Gabriel; a Mocedades, Nicola Di Bari, Juan Bau, Nino Bravo y todo el rollo de cantantes españoles y latinoamericanos. Además de la parafernalia de canciones anglosajonas y europeas que iban del rock, el pop y la denominada música disco. De tal modo que a fuerza de repetición llegamos a memorizar versos cursis pero que en aquellos años viejos sonaban a romance, a amor, a ambrosía total. Líricas que nos invitaban a imaginar desinfecto e inodoro los enchufes del amor de pareja.

Ahora que los años han comenzado a escurrirse sin control, aquellas viejas melodías enzarzadas entre arreglos orquestales ampulosos siguen siendo parte del paisaje sonoro radiofónico porque parece que el pasado nunca se fue. Y menos ahora —en tiempo de parlantes móviles vía bluetooth— que se reproducen las playlist de Spotify y YouTube casi que en el mismo orden de la foto de Camilo, José, Rocío y Juan.

Estas playlist personales no son “homenajes” comerciales descarados. Son solo sinceras deferencias de gente de colonia, gente de barrio. Personas con nostalgia, con más o menos resignación ante el inminente paso del tiempo. Parejas de abuelos, de padres, de seres humanos que rinden homenaje a sus trovadores.  A esos sus artistas que legaron una banda sonora existencial que gracias a la tecnología es imperecedera y ubicua.

Me satisface hacerme al lado de la trivialidad. Del lado de la gente de la edad de mis padres, de esa gente vieja que aún sufre la inquina de lo formal, de lo maldito.

Todas esas canciones «del recuerdo» continuarán ahí pululando hasta quién sabe cuándo. Quizás hasta cuando seamos capaces de desechar la ilusión, el acomodo. El lugar común ese que habla de la felicidad como cualidad de tiempos idos. La quimera que nos hace afirmar lo felices que fuimos cuando no nos enterábamos de nada.

¿Y Cayetano? Sí. Cayetano se fue en cuanto terminó de llover. No sin antes tratar de decirme que yo solo de pajas hablaba.

Una Almohada para José José

Historia de una canción, de un exiliado y de una almohada

Holbein Sandino

1
El último vuelo de La Nica, la línea aérea del dictador Anastasio Somoza Debayle, despega sin problemas. Ahí, con Carmen Marina, su hija de nueve años sobre las piernas, pegado a la ventanilla y con los ojos encharcados, va el compositor Adán Torres, presintiendo que ésta será la última vez que podrá ver la cornisa oriental del Xolotlán. El desdichado lago que en forma de ocho se exhibe extrañamente limpio, pero desolado.

A un lado Marina Moncada, su mujer, con el cutis barnizado por las lágrimas resecas y acurrucando a María Verónica, su otra hija de ocho años, percibe la tristeza de Adán, y desatendiendo la propia, lo consuela: “vamos a volver, vamos a volver algún día”.

Horas antes, en el aeropuerto Las Mercedes de Managua, la pareja creyó que sería imposible salir del infierno en que se había convertido aquel país inevitable.

2

Es la tarde del diecisiete de julio de mil novecientos setenta y nueve: un día aciago y claroscuro para unos; alegre y luminoso para otros.

La aeronave va repleta de niños, ancianos y mujeres y hombres abatidos. Han sido desplazadas las butacas de la parte final del avión para acomodar a cinco oficiales heridos de la Guardia Nacional de Somoza, que se quejan insonoros; solamente arrugan los rostros mientras soban los vendajes supurantes y llaman sin parar a las azafatas que hacen de enfermeras. Uno de ellos es conocido de Adán desde los tiempos de estudios en el Colegio Bautista.

“La escena era dantesca”, diría su esposa Marina décadas después.

Algunos pasajeros ríen nerviosos, quizás celebrando una segunda oportunidad. Parece un arca donde los ejemplares que perpetuarán la especie tras la hecatombe son salvaguardados.

Adán baja la persiana plástica. Se desinteresa de la panorámica y rememora la persistencia de su mama Carmen; el privilegio de poder decir tengo dos padres; la imagen de un venadito balaceado que desde los quince años le indujo el amor por la cacería; los viajes post terremoto a la casa de su papa Humberto en Estelí; y la alegría de sus alumnos y colegas en el Instituto Tecnológico de Granada.

Evoca las visitas a Marina, las tardes compartidas de matinée y la primera vez que advirtió su perfil blanquecino parecido (pero mejor delineado) al de Jackie Kennedy-Onassis.

También se acuerda de la íngrima noche en California cuando creyó abrazarla, llenarla de besos, de caricias ansiosas y mustias; cuando todo era claro, certero, real y luego, como en un relato fantástico despertó y solo estaba la maldita almohada. Se ve concentrado en la página donde escribió la primera estrofa de una extraña canción sin coro o estribillo que repetir.

Una tonada unidimensional. Ascendente como ola.

Unigénita.
Perfecta.
Su Almohada.

Pero lejos está de augurar que aquella canción ignorada en el Festival OTI Nicaragua 1977, llegaría a ser una de las composiciones imperecederas de la música popular en español, y una de las tonadas más interpretada por artistas como José José, Mark Anthony, Cristian Castro, Tito Nieves, Pepe Aguilar y otros, porque ahora, en el vuelo que lo aleja de su tierra, su mente se enreda en los despropósitos de las últimas horas.

3

Había trasladado a su familia al aeropuerto el día dieciséis por la tarde desde su casa en Piedra Quemada, con las balas silbando sobre su cabeza. Todos, incluso su padre biológico, don Efraín Huezo, que fue con la misión de regresar con el carro a casa, habían viajado aterrorizados.

Llevaba cuatro pasajes que su hermano mayor le había remitido desde Los Ángeles, sin embargo al llegar al aeropuerto, supo que en los pocos vuelos que faltaban ya no quedaban asientos disponibles. En el vestíbulo de la terminal, la escena mostraba rostros ojerosos y suplicantes. Todos buscaban un sitio. Familias enteras se abrazaban entre plegarias y rezos.

Querían huir.

Volar.

Escapar de aquel armagedón.

Agobiado, con su familia guarnecida tras su porte gigante y patriarcal, Adán no pudo perdonarse el haber esperado tanto tiempo para escapar de Nicaragua.

Esa intención, que estuvo guardada en su cabeza desde que un compañero de trabajo lo amenazó de muerte, la había rumiado por meses; pero siempre eludió la idea de trasplantarse en aquella sociedad robótica e impersonal a donde algunos años antes había ido a prepararse.

—No me interesa la guerra, soy un profesor, un técnico, un autor de canciones; un artista que solamente quiere ganarse la comida de su familia —le dijo Adán al sujeto cuando éste le ofreció una metralleta para unirse a la guerrilla.

—Pues entonces burgués baboso, si no la aceptás con ella misma te vamos a pasar la cuenta cuando hayamos  triunfado —lo sentenció el tipo.

Adán sintió miedo. Impotencia. La seguridad de su familia estaba en peligro. La tranquilidad por la que había renunciado a tantas cosas se esfumaba. Todo le parecía absurdo.

El sacrificio que significó estar ausente durante los irrecuperables años núbiles de su mujer; no gozar de los llantos primerizos de las niñas; privarse de los  paseos y cacerías en la floresta segoviana; excluirse de las guitarreadas y tertulias con sus amigos de Los Rockets (su banda de la adolescencia), no habría tenido sentido si aceptaba aquella propuesta idealista.

Tanto le dolió abandonar sus rutinas más íntimas cuando se marchó a estudiar mecánica automotriz al International Technical School de Los Ángeles, que la opción intimidante del desarraigo le había hecho posponer la huida cada vez que lo pensaba. Entonces creyó que la situación iba a mejorar y no fue así: se había equivocado.

4

En el avión, Adán ve ahora lejana e irreal aquella disyuntiva. Y para no pensar más, suaviza sus facciones buscando provocar una tímida sonrisa de su mujer, quien corresponde, pero un segundo nada más, porque enseguida ella vuelca su atención hacia el sosiego de las niñas. Aquel gesto le distrae, pero no puede dejar de rebobinar los recuerdos recientes de cuando su amigo, el chino Jorge Wong, tras reconocerlo en medio de los que pugnaban por un espacio, promete ayudarlo. Aquel hombre, aún influyente, tenía sus “contactos”.

—Déjenme ver que hago por ustedes —le dijo.

Al rato Wong volvió animado:

—Dos sitios, Adán. Sólo dos sitios están disponibles porque unos pasajeros no han podido llegar hasta el aeropuerto por los combates, pero el vuelo será mañana en la tarde y ustedes deberán llevar chineadas a las niñas.

Esa noche se percibió ralenti por el traqueteo de las ráfagas que llegaba desparramado por el viento hasta el interior del edificio como música de un chinamo diabólico; entre tanto, Adán y su familia, acostados todos en el piso, no pegaron pestañas mientras en la madrugada por la puerta trasera Somoza, su amante, y toda la cohorte, escapaban.

5

Un movimiento sugerente de su hija en brazos le interrumpe los recuerdos, mientras la acomoda, busca otra vez la mirada de su esposa, quien ahora no sonríe. Ella lo ve retraída y le dice:

—Pobrecitas, ha sido demasiado.

Las dos niñas habían protagonizado un evento que los pasajeros de aquel vuelo no iban a olvidar por mucho tiempo.

Para sortear el tedio de esperar y esperar la salida del avión, Adán había sacado su vieja guitarra para repasar algunos acordes. Lentamente llamó la atención de la gente en los pasillos y fue cuando Wong le dijo:

—“Caballón”, cantate aquella canción tuya, a la que le robaron el primer lugar en el OTI.

—Ay hermano —le respondió Adán, condescendiente al escuchar el mote cariñoso con que lo nombraban sus amigos de toda la vida—, hoy no estoy para cantar, mejor que lo hagan mis hijas y yo las voy a acompañar con la guitarra.

Fueron minutos dulces. Tras los primeros punteos las dos vocecitas se elevaron unísonas hasta el techo en volutas flameantes, que Adán imaginó como la escalera del ADN:

«Amor como el nuestro no hay dos en la vida, por más que se busque, por más que se esconda/ Tú duermes conmigo toditas las noches, te quedas callada sin ningún reproche/ Por eso te quiero, por eso te adoro; eres en mi vida todo mi tesoro/ A veces regreso borracho de angustias, te lleno de besos y caricias mustias. . .»

Cuando las pequeñas llegaron al final hubo lágrimas, aplausos y felicitaciones. Y el ambiente graso de aquel galpón que hacía de terminal aérea se aligeró.

Unos periodistas mexicanos que desde cierta distancia habían disfrutado la performance se arrimaron al molote y extrañados, preguntaron a Adán que dónde había comprado el disco.

—Cuál disco —respondió Adán, mientras metía la guitarra en su estuche.

—Señor, esa canción la grabó hace poco José José —contradijo uno de los periodistas.

—Esta canción es mía, yo la compuse, y sí, se la di a José José la última vez que vino a Nicaragua. Pero a pesar de tener su promesa de que la grabaría, nunca pensé que sería tan pronto. Es más —continuó— no me hice tantas expectativas.

—Pues felicidades mano —dijo otro de los periodistas, incrédulo y burlón —su rola ya se escucha a nivel internacional y nada menos que interpretada por el gran José José. Vaya a buscar a Chepe para que le dé la lana.

Pronto Adán olvidó la buena noticia que le dieron los corresponsales mexicanos que cubrían la guerra. Sólo ahora, a miles de metros de altura y revolcando los pensamientos, cae en la cuenta de lo que eso significa. Imaginar su Almohada convertida en un éxito musical, afloja el ahogo que le causa dejar para siempre su país, donde asegura, vive “la gente más dulce del mundo”.

Y sigue repasando tantos momentos vividos con esa su gente (que con los años visionaría tan a la deriva como las vidas de él y su familia en el avión) hasta cuando se escucha por el intercomunicador,  la voz gangosa del capitán anunciando el aterrizaje. Los pasajeros se desentumen y desciende la tensión de una jornada intensa y amarga.

Al bajar en el aeropuerto de Miami, agotados, con el aliento avinagrado, y avergonzados por la aún sangrante cicatriz del destierro, Adán y Marina topan con la realidad de sólo doscientos dólares en la bolsa y dos niñas hambrientas. Buscan un hotel barato donde poder descansar, y esperan el día siguiente para viajar a California.

6

Desde aquel viaje han pasado ya más de treinta años, pero en la mente de Adán y Marina, las imágenes, sentimientos, y hasta los olores de aquellos días, aún pinchan sus sentidos.

Cuando conocí a Marina Moncada en una tertulia en Managua no pude aguantarme las ganas de preguntarle si ella era la musa que había inspirado la famosa Almohada.

—Bueno. . . sí. . . pero mejor te voy a poner en contacto con Adán para que él mismo te lo cuente todo. —Me contestó.

Y es así como ahora estoy en un restaurante Denny’s de un suburbio angelino, desayunando con Marina y Adán, quienes distendidos, igual que si estuvieran con un amigo de siempre, me han ido relatando esta historia.

Cerca de ahí, queda la planta lechera de la cadena de supermercados, donde Adán consiguió empleo a los pocos días de haber llegado. Ese fue su único trabajo en el exilio hasta jubilarse.

En una pausa entre tantos recuerdos mencionan a Jorge Adán, el hijo de veintiocho años nacido en Estados Unidos quien también canta, toca el bajo y compone.

El compositor luce como un abuelo cariñoso y conversador. Con el bigote y los cabellos platinados, a sus casi 67 años se ve fuerte, erguido y sin señas de cansancio.

Mientras habla, respalda lo dicho rayando arabescos invisibles con las aspas de sus brazos. Su oralidad engancha. Me revela que desde joven ha sdo un fanático del diccionario, y que escribió un libro de cuentos y poemas inédito titulado El cazador.

Adán ha regresado a Nicaragua sólo dos veces desde aquel 17 de julio: en 1999 y en el 2001.  En cambio su esposa no supera la lejanía.

Las maneras, acento, y el agradable voceo de esta pareja revelan una nacionalidad a la que extrañan y aún lloran. Sin embargo, por ahora, él no quiere volver. Le deprime la miseria, le arrecha la injusticia, y todavía recela de muchas situaciones de una Nicaragua, según él, incorregible.

Mientras ellos sin prisa, predispuestos por un cómodo retiro gringo me platican sus vidas, llega a mi mente la cadencia inicial del arreglo que Tom Parker confeccionó como traje a la medida, para una pieza que ha sido tema de fondo en la vida de serenateros, bohemios, mariachis, filarmónicos de escuela, melómanos aguardentosos; y mujeres y hombres acabangados.

Con aquella melodía sonando en mi cabeza, compruebo que no era invención urbana la anécdota de un compositor desconocido que de romplón y sin más ni más, le pide a un famoso intérprete que le grabe su canción:

“Fue en 1978 —narra Adán— , Marina y yo habíamos estado esperando a José José en el Lobby del Hotel Camino Real de Managua. Ya me lo habían negado varias veces pero tuvimos paciencia. Además, un  taxista al servicio del hotel me había dicho: aguantate que más tarde viene. Cuando al fin aparece José Sosa Ortiz, el gran José José, y me ve con la guitarra en la mano, como que le fui simpático; entonces va a mi encuentro y me da un abrazo cariñoso; hacé de cuenta y caso —me dice Adán poniendo su brazo alrededor de mi hombro representando aquel instante— que como de amigos. Entonces   —continúa Adán inspirado— , me dice José José: ¿En qué puedo servirte? Y le respondo que quiero que escuche una canción. Y es cuando él me sorprende diciendo: ¿Y el casete? ¿Trajiste la canción grabada en casete? Pues. . . no, le digo, sólo traje mi guitarra y me apuro a decirle que alguien había recomendado que estaba perfecta para él. ¿Y quién dijo eso? Me pregunta. Allí mismo —sigue Adán— aprovecho y le platico que cuando Lupita D’ Alesio fue jurado en el OTI nica del 77 me había prometido hablarle a él de la canción; y entonces José José se pone interesado y me contesta: Mira, mira; no tengo tiempo porque ya será hora de mi actuación de esta noche, pero vente a la habitación y la tocas. Ya en la habitación, —sigue relatando el compositor— mientras José se acomoda la corbata y se cambia de saco, le agarra por cantar pedacitos de sus canciones. ¿Verdad Marina que estábamos encantados? —Le pregunta a su esposa y ella responde: ¡Por supuesto! Vieras como exageraba la pronunciación de las vocales —me dice— , así ve. . . —y comienza a imitar al cantante: No dejabas deee miraaar estabas sooola. . . —cambia de tono—: Yo que fui tormeeenta. . . la, la, la; —vuelve a modular y canta otra vez—: El triste todos diiicen que soooy”.

Adán se detiene, traga gordo, y sigue narrando:

“Y entonces sentados en la orilla de su cama yo empecé a cantar la canción en tono de sol menor porque en esa tonalidad la compuse. Aunque después él la grabó en la menor. Y José José ni me deja terminar los primeros versos porque me interrumpe: Espérate, espérate, espérate; y se dirige a su manager y compañero de cuarto: ¿Hay casete en limpio en la grabadora? Sí, le dice su compañero, y tras preguntar mi nombre completo y el de la canción echa a andar la grabadora y dice muy formal: La canción Almohada, del señor Adán Torres. Después nos fuimos Marina y yo al Camino de Oriente a celebrar en la discoteca El Infinito. Y cuando volvimos a la casa a medianoche, nos encontramos con la sorpresa de que José José había llamado por teléfono. La canción le había gustado y dejó dicho con mi cuñada que en cuanto nomás volviera a México, la iba a grabar”.