
Sueña que Agnetha Fältskog traspasa la pantalla del televisor. Agnetha agachándose, Agnetha estirando la pierna, Agnetha dando el saltito hacia afuera del aparato como si solamente atravesara una alambrada.
Chiquitita, tell me what’s wrong…
Rubia, ojos grises, una ranura entre los dientes frontales inferiores —acaso decepcionada por solo encontrar un niño boquiabierto y tembloroso en aquella sala solitaria—, Agnetha se alisa la minifalda y continúa:
Chiquitita, you and I know
How the heartaches come and they go and the scars they’re leaving
You’ll be dancing once again and the pain will end
You will have no time for grieving…
En medio del sueño se tensa. Se contrae sobre sí mismo como un gusano. «¿Y si de pronto apareciese mi madre o alguien más? ¿Cómo justificar tamaña vikinga aquí, a solas conmigo?»
Cierra los ojos con la esperanza de que, al abrirlos, la rubia haya vuelto a su sitio ahí, dentro de la pantalla. Pero Agnetha sigue inspirada recitando bajito:
Chiquitita, you and I cry…
Otra vez cierra los ojos y los mantiene apretados el tiempo que dura el estribillo. «¿Se habrá largado ya?» Dos muslos pulcros y relucientes y perfectos que arrancan en el ruedo de la minifalda le dicen que no. Viéndola desde abajo la compara con la torre Eiffel de su libro de lecturas. Y ella, como si nada, solo sigue balanceándose como péndulo.
La escucha. La olfatea. Quizás el calor la está haciendo transpirar más de la cuenta. Años después, ya mayor, reconocerá el humor de Agnetha bajo los sobacos lustrosos y peludos de las mochileras que deambulan por su ciudad.
Otra noche, otro sueño.
En este, Anni-Frid Lyngstad, la par de Agnetha, es quien da el brinco desde la pantalla: campeona de boxeo cruzando agachada por entre las cuerdas. Elegancia y garbo en un solo movimiento.
Solo desea que Annie-Frid se quede a su lado, en silencio, sin cantar nada. Pero la valkiria vuelve a la pantalla nada más sus botas rozan los ladrillos. Lo ha hecho tan rápido, que se pensaría que los ladrillos están al rojo vivo. «De seguro la deprimió la pobreza de la casa». Se dice él, avergonzado. «Menos mal que te fuiste porque no sé si hubiera soportado una vez más ese intro de flautas y tambores».
Can you hear the drums… maldita canción.
En la madrugada Agnetha vuelve y lo trata con maña. Le pone una mano sobre la cabeza, lo chinea y le susurra:
«I have a Dreams, que te quedés dormido angelito».
Agnetha está buena. No pasa nada. No es ella… es él…
Porque le encanta el cabello oscuro y ondulado de Annie-Frid; y no solo eso, también sus dientes imperfectos, su timbre profundo y hasta el trasero normalito que se gasta.
Una noche más tarde vuelve Anni Frid. Cruza por entre las cuerdas del ring, da el brinquito y le clava la mirada. Él siente que lo zarandea. La cercanía de unos ojos tan zarcos y zombis lo hacen chorrearse: solo dos gotas.
«¿Cómo te llamas chaval?»
«Creo que el problema es ese —le contesta—, que me llamo Fernando. Y de plano que ya no soporto el vulgareo en la escuela. No volvás a cantar esa canción, Annie-Frid, por favor te lo pido. Por favor… mi querida Annie-Frid Lyngstad».